Camilla Camerlengo / Actriz y directora de teatro, terapeuta Gestalt y tanatóloga, feminista

 

Es difícil hablar de teatro feminista, tal vez ni tendríamos que definirlo así porque no existe una única forma de hacer teatro, ni una única forma de ser y “hacer” feminismo. Entonces mejor hablar de teatros feministas, en plural. Decir que los teatros feministas son políticos es, obviamente, una redundancia porque las producciones escénicas están íntimamente vinculadas con los contextos políticos en que se crean.

Los teatros feministas son cuerpo. Cuerpos que adquieren nuevos significados, que se mueven de formas diferentes a lo que la sociedad obliga. Cuerpos que gozan y se mueven libremente en lugar de ser censurados y castigados. Cuerpos que ocupan espacios, que hablan, gritan, que también susurran y suspiran. Cuerpos integrados con su sentir y pensar.

Son apropiación de espacios públicos como las calles y los escenarios, de los medios de creación y producción artística, de la historia oficial de las historias silenciadas que no caben en ella. Apropiación y dignificación de nuestras vivencias y de las vivencias de nuestras predecesoras. Son cuestionamiento diálogo a la vez. No contemplan la realidad ni dejan que el público lo haga. Rompen y proponen. Cuestionan el status quo y plantean otras formas de ser y estar en el mundo. Denuncian las estructuras de poder patriarcales y machista y sus imbricaciones con el racismo y el extractivismo. Quieren romper con el binarismo y la heteronorma. Y eso es, creo, la diferencia con el teatro de género y/o el teatro para mujeres.

Se crean y se forman colectivamente. Se nutren de los propios territorios donde nacen, no se alejan de ellos. Son íntimamente ligados a las realidades que representan, no hablan por las otras, porque ahí, hablamos nosotras. Nos volvemos protagonistas. Somos capaces de ir de lo micro a lo macro, de explicitar de manera exhaustiva que lo personal es político, y lo político es personal también. Resaltan la parte colectiva y política de lo emocional, porque la emoción también se crea a partir del territorio en el cual se vive. Y es aquí donde se refuerza la función terapéutica que los teatros feministas asumen, sin pretender ser o sustituir a la terapia.

Investigan la realidad y lo escénico con el mismo rigor, por eso permiten la creación de nuevos códigos, metáforas, símbolos y categorías escénicas. Proponen nuevas narrativas, nuevas formas de ordenar la realidad, nuevas estéticas más acorde a las propias éticas.

Están íntimamente ligados a las militancias y a los movimientos sociales y feministas, a las acciones de calle y a las protestas en escenarios, y no a los programas oenegeros o partidarios. Tampoco a los espacios académicos o a las academias de teatro. Aunque ya se ocupan estos espacios y se tiene cada vez más presencia y voz en contra de la idea y crítica burguesa de que el teatro político es simple adoctrinamiento.

Foto: Roberto Cuxil