Por: Ilka Dorielly Girón
En Guatemala, la violencia sexual ha trascendido la esfera de las tragedias individuales para convertirse en una herramienta sistemática de desintegración social. Lejos de ser meros episodios aislados, estos actos forman parte de una estrategia deliberada que busca fragmentar comunidades, infundir miedo y eliminar cualquier forma de resistencia. Las mujeres y niñas, principales víctimas de esta violencia, sufren un dolor que va más allá de sus cuerpos, debilitando el núcleo mismo de nuestra sociedad.
Históricamente, las guatemaltecas han sido pilares invisibles que sostienen el tejido social: cuidan de la niñez, preservan tradiciones y mantienen la cohesión familiar en tiempos de adversidad. Cuando estos pilares son atacados, y sus cuerpos se convierten en campos de batalla, el impacto es devastador. Durante el conflicto armado interno, la violencia sexual se utilizó de forma calculada para desarticular comunidades y desintegrar la capacidad de resistencia colectiva. Las violaciones masivas, perpetradas bajo el pretexto de combatir a las “subversivas”, fueron parte de una estrategia cruel para deshacer el tejido social.
Este tipo de violencia no surge por casualidad, sino como parte de un plan frío y metódico para destruir familias y redes de apoyo. La frase “borrale lo indio”, que surgió en documentos históricos, encapsula el intento de erradicar culturas enteras a través de la violencia sexual, afectando principalmente a mujeres indígenas pero extendiendo su impacto a todas las mujeres guatemaltecas, sin distinción de etnia o clase social.
Es un error grave pensar que la violencia sexual es un problema limitado a mujeres indígenas en áreas rurales. La realidad es que todas las mujeres en Guatemala enfrentan esta amenaza que se alimenta de un racismo y un sexismo profundamente arraigados. La sensación constante de inseguridad, el temor de caminar solas por la noche o de vestir ropa que no llame la atención, son manifestaciones de este terror que afecta a mujeres en todos los ámbitos.
Los informes del Observatorio de Salud Reproductiva y las estadísticas del Ministerio Público revelan una verdad incómoda: la complicidad de una sociedad que a menudo prefiere ignorar o minimizar la violencia sexual. Cuestionar este fenómeno es cuestionar nuestras propias fallas como sociedad. Es un reconocimiento doloroso de que vivimos en un país donde las mujeres son deshumanizadas sistemáticamente, reducidas a objetos cuyo sufrimiento se justifica, normaliza e invisibiliza.
El daño causado por la violencia sexual no se limita a los cuerpos de las víctimas; se extiende como una plaga a toda la comunidad. Cada acto de agresión es un ataque directo a la cohesión social. Las mujeres, que asumen roles de cuidadoras, líderes informales y preservadoras de la cultura, ven su capacidad de cumplir estos roles severamente afectada. El trauma que sufren impacta a sus hijos, familias y comunidades, transformando redes de apoyo sólido en fragmentos de desconfianza, miedo y dolor. Este ataque a los cuerpos de las mujeres debilita el tejido social que sostiene nuestra convivencia y nuestra identidad colectiva.
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Es esencial enfrentar esta realidad para reconstruir el tejido social. Debemos cuestionar la narrativa que considera la violencia sexual como un problema ajeno o excepcional. La protección de las mujeres es crucial para construir una sociedad más justa, fuerte y unida. El camino hacia una sociedad más equitativa comienza con el reconocimiento y la protección del valor intrínseco de cada vida. Ignorar esta verdad, o no actuar en consecuencia, perpetúa un ciclo de violencia y destrucción que afecta a todos, pero que golpea con especial dureza a quienes han sido más vulnerables durante demasiado tiempo.
Proteger a las mujeres no es sólo una cuestión de justicia individual sino de supervivencia comunitaria. Es el cimiento sobre el cual debemos construir una nueva sociedad que valore y respete cada vida, y que se niegue a permitir que la violencia siga definiendo nuestro destino colectivo. El primer paso hacia una sociedad más fuerte y unida es reconocer y sanar esta herida abierta, trabajando juntos para asegurar que el cuerpo de las mujeres no siga siendo un campo de batalla, sino el eje de la cohesión y la resiliencia de nuestras comunidades.