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De acuerdo con el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), más de 768 millones de personas en el mundo, en su mayoría en situación de pobreza y extrema pobreza, no tienen acceso a agua potable, crisis que se incrementa cada año. Esto también se visibiliza en el Informe de las Naciones Unidas sobre el Desarrollo de los Recursos Hídricos en el Mundo (2020), en el que se hace un llamado a los estados para comprometerse a resguardar no solo la cantidad de líquido, sino su calidad. Por otro lado, la Organización Panamericana de la Salud (OPS) asegura que Guatemala cuenta con las condiciones naturales favorables para disponer de este bien para el cuidado de la vida, sin embargo, a nivel local se denuncian las desigualdades que vulneran a la población, sobre todo a los pueblos originarios, que no les permiten gozar de este derecho humano. Este contexto nos obliga a cuestionarnos: ¿qué valor le estamos dando realmente al agua? ¿La vemos como una mercancía o reconocemos que es un ser vivo, sujeto de derechos, tal y como se considera desde las cosmovisiones de las poblaciones indígenas?  

En este sentido, la Red Nacional por la Defensa de la Soberanía Alimentaria en Guatemala (REDSAG) desarrolló el Encuentro Nacional por el Derecho Humano al Agua, con lideresas y líderes que acompañan los procesos por la aplicación del derecho al agua en todo el territorio, con la intención de analizar las realidades, reflejadas en problemáticas de salud y nutrición, sobre todo en mujeres rurales, niñez menor de los cinco años y personas mayores de cincuenta.

Durante el proceso se evidenció que el modelo extractivista es la principal amenaza. La instalación de mineras, cementeras, hidroeléctricas y los monocultivos, en una perversa combinación con el Estado cooptado, vedan los derechos de las comunidades y atentan contra toda manifestación de vida. 

Un bien sagrado

Las poblaciones del sur, norte, oriente, occidente y región central de Guatemala luchan constantemente contra las empresas que pretenden privatizar los bienes comunes, beneficiando únicamente a la oligarquía y sus amistades más cercanas. Los testimonios compartidos en el Encuentro dan cuenta de los delitos cometidos por la agroindustria y las transnacionales que, para colmo de males, el Estado defiende. 

En todos los contextos se evidenció que las propuestas y acciones de los pueblos originarios constituyen el bienestar colectivo y valoran a la naturaleza tanto como la vida de los seres humanos. A diferencia de dichas prácticas, que colocan al agua como un ser sagrado o una herencia imposible de comprar, el modelo económico imperante dispone de ella como un objeto con el que se puede comercializar sin control alguno. 

Ejemplos de ello son: la construcción de esos proyectos sin consulta a las poblaciones afectadas, previa, libre e informada, como lo establece el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) sobre Pueblos Indígenas y Tribales; los ríos son desviados hacia los ingenios azucareros y productores de palma aceitera, bananera y otros; las empresas, con desmedido uso de la fuerza e intimidaciones, se adjudican tierras sin reconocer los títulos de propiedad ancestrales; sin olvidar la militarización de zonas específicas, utilizando el miedo como método de control; miles de hectáreas de bosque y su biodiversidad son destruidos; los monocultivos son fumigados de forma aérea, alterando los ecosistemas alrededor; las compañías contaminan todos los bienes, reduciendo las posibilidades de un verdadero desarrollo y, quienes defienden la naturaleza, “son vistos por el Estado y las empresas como una amenaza”, advierte Claudia Valiente, del Colectivo de Estudios Rurales, quien además subraya que el saneamiento no es considerado una prioridad. “El 26 por ciento de las comunidades no tiene un sistema de agua y el 73 por ciento, sobrevive con recurso contaminado”. 

Por su lado, Luis Ochoa, representante de la región central, agrega que los espacios destinados al lavado de carros, confección de textiles y la construcción de edificios verticales con pozos propios, acaparan de manera indebida el agua, generando riquezas para la minoría. 

Nicolás Velásquez, integrante de REDSAID-SERJUS, concluye que el actual modelo económico “nos está arrebatando la vida y causando altos niveles de pobreza y esclavitud”, sobre todo en las áreas rurales. 

Un bien colectivo

En Guatemala no existe legislación que regule específicamente el uso del agua. Desde 1991 se han presentado al menos trece iniciativas de ley, pero ninguna con una visión integral, que responda a los intereses de las mayorías y que reconozca el derecho humano a este bien natural. En 2016, fue presentado el proyecto 5070-Ley Marco del Agua, empero está engavetada. 

Según Jovita Tzul, del Bufete para Pueblos Indígenas, hace falta reforzar las estrategias jurídicas en las demandas de las poblaciones afectadas. “Se necesita que abogados y técnicos tengan una visión jurídico-política comunitaria. Se debe comprender que los pueblos indígenas tienen una visión holística de la vida, y el Estado una visión fraccionada y limitada”, asevera. También se refiere a la necesidad de informar a través de campañas de comunicación con pertinencia cultural, equidad de género y una clara defensa de la naturaleza. 

Como parte de las conclusiones de este encuentro, se dará seguimiento a los compromisos para el cuidado del agua adquiridos en cada región; se fortalecerá la organización comunitaria y se reitera el compromiso de las autoridades ancestrales de velar por los territorios, el medio ambiente, los derechos humanos y por el desarrollo de las comunidades, apelando al esfuerzo colectivo. “Un pueblo único, jamás será vencido”, afirman. 

 

 

Fotos: Encuentro Nacional por el Derecho Humano al Agua -REDSAG.