Por: Ana Aupi / Hija de Valencia (Estado español) y sobrina de Guatemala. Comunicadora popular feminista, poeta y lesbiana.

 

La forma en que vivimos la sexualidad tiene un contexto, un momento histórico, una situación política. Un sinfín de acontecimientos que intervienen en la forma en que nos acercarnos a nuestro cuerpo y en que decidimos compartirlo con otras u otros para vivenciar la intimidad y el placer del que éste nos provee sólo por el hecho de estar vivas.

Haber nacido en un tiempo histórico que nos divide entre mujeres y hombres, establece como punto de partida una enumeración de roles y preceptos que nos sitúan en dos caras de una misma moneda. Ser nombrada como mujer desde el primer día en que abrimos los ojos, significa un largo listado de cosas que se esperan de nosotras: que cuidemos de otrxs, que seamos “delicadas”, que tengamos hijxs, que preservemos la cultura de nuestros pueblos, que estemos al servicio, etcétera.

No son las mismas exigencias para los varones. A ellos se les encomienda el mandato de la potencia que diría Rita Segato, la obligatoriedad de la “virilidad” y del “ser proveedor”. A estos mandatos encubiertos como normas sociales, incluso como leyes naturales o designios divinos, es lo que Judith Butler llama sistema sexo-género, donde ser mujer o ser hombre es una construcción social que se vuelve un performance que repetimos reiteradamente, como un intento de volver práctica una idea de género, que finalmente, no es más que un mero acercamiento.

¿Qué pasa cuando el contexto está lleno de violencias hacia quienes nos asignaron el rol femenino, cuando se nos recluye en la casa y el silencio como único lugar, o la crianza y la limpieza como únicas tareas, o a la amenaza de que romper estos mandatos implica castigo y vergüenza?

Históricamente, nuestros cuerpos de mujeres han sido usados para complacer el deseo de “ellos” a la fuerza, para garantizar la propiedad, para imponer la derrota en la guerra, para romper todo lo construido en comunidad. A lo largo de los últimos ocho mil años, nuestros cuerpos han sido moneda de intercambio para los intereses de quienes tenían

mayor capacidad de someter. En algunos casos fue de un pueblo sobre otro; en otros, una política contrainsurgente, como castigo ejemplificador; en otros, su representación más cotidiana para mantener el “orden familiar”.

Rita Segato plantea que la violencia que vivimos las mujeres tiene ver que con el mandato de potencia que se les asigna a los hombres, que en muchas ocasiones, no pueden desarrollar porque el mundo y su injusta distribución de la riqueza, hacen que sólo unos pocos puedan ejercerlo. De aquí proviene lo que la misma autora acuña como “la política de crueldad”. En la incapacidad de los hombres a corresponder a su género, imprimen sobre nuestros cuerpos su frustración en forma de violencia.

Mar de por medio

La violencia contra las mujeres y la precariedad no es igual en todos los contextos, el expolio histórico que han sufrido los pueblos colonizados nos sitúa también en distintas caras de la misma moneda a las mujeres de un lado del mar que a las de otro. La precariedad, que se torna “política de crueldad”, tiene cabida extensiva en las regiones empobrecidas por el continuo saqueo de las potencias colonizadoras y sus corporaciones, donde construir un proyecto propio de sociedad está atravesado por la defensa constante de la tierra y la vida de quienes ahí viven.

El camino hacia nuestra sexualidad libre sufre ataques constantes de parte de quienes quieren preservar el control de nuestros cuerpos para una organización social que siga beneficiándolos y situándolos en el control económico, la impunidad y el derecho a la violencia hacia nosotras. El poder que subyace de la dominación masculina tiene la misma sustancia que el de la dominación colonial que ciertas potencias económicas imponen empobreciendo a otras.

El mandato de la potencia frustrado que acuña Rita Segato, tiene un mayor impacto donde la precariedad impide su realización. La externalización de costos y el aumento de las ganancias que las empresas tienen al invertir, por ejemplo en minería en Guatemala, dejando apenas el uno por ciento de regalías, no termina ahí, ya que no sólo expolian las ganancias, sino externalizan la precariedad, la pobreza, la falta de acceso a la educación, la posibilidad de la educación sexual, etcétera, facilitando con ello la imposición de sus “políticas de crueldad”.

Ser lesbiana feminista

No es lo mismo ser lesbiana feminista en Barcelona que en Guatemala. Esto se debe a muchos factores, entre ellos, que las condiciones de vida son muy diferentes. Al día de hoy, las políticas coloniales y sus empresas transnacionales siguen profundizando el sometimiento y la violencia, y eso se traduce en la reducción de garantías sociales, en el fortalecimiento de la impunidad y la legitimización de la violencia en todos sus niveles.

Algunas le estamos apostando a una libertad sexual para todas, a cuestionar, a disentir, a levantar la voz ante cualquier acto de violencia sobre nuestras vidas. En ocasiones, construyendo complicidades desde el deseo y desde nuestros cuerpos; y en otras, para impedir el despliegue neocolonial de empresas transnacionales.

En los países “ricos”, aunque seas pobre, se vive el beneficio que se traduce en saqueo en el resto del mundo, por lo que hay que ponerse (y seguir) manos a la obra, para que también nosotras, las lesbianas, no dejemos descansar a los dueños de estas multinacionales que viven tranquilos, y que despliegan su barbarie impidiendo cualquier tipo de construcción social que se está impulsando.

Nuestros cuerpos y nuestras sexualidades están reaventándose desde la herida patriarcal, y construir nuestra propuesta, no puede ser otra, que hacerlo caer, en todas sus expresiones que nos atraviesan.