Karen Ponciano / Antropóloga social

 

¿Cómo pensar el cuerpo? ¿Es el cuerpo una entidad, entiéndase por esto, un espacio inalterable, con linderos definidos, inamovible, puro, inquebrantable? Décadas de discusiones entre activistas y teóricas feministas con trayectorias diversas han puesto sobre la mesa cómo “el cuerpo” es todo, menos una alcancía vacía o un cascarón inanimado. Se ha hablado del cuerpo como lugar, reconociendo explícitamente cómo los gestos del cuerpo están marcados culturalmente con una carga de género. Como explica Hortensia Moreno (2007), los cuerpos no se mueven de manera aislada en el espacio: el cuerpo ve y es visto, camina con otros cuerpos, “habla” con ellos, se identifica con ellos o no, se mimetiza, reacciona, transgrede, etcétera. Es por esa relación con otros cuerpos que a las mujeres se les señala en la calle como “cuerpos fuera de lugar”. El miedo es una de las fuerzas, pero no la única, que expulsa a los cuerpos feminizados del espacio público. Por supuesto, un cuerpo masculinizado también puede estar “fuera de lugar”, pero siempre lo estará de manera diferente: no ha “invadido” una instancia ontológica.

Esa transgresión ha tenido costos altísimos en sociedades como la nuestra, donde la violencia sexual contra las mujeres, adolescentes y niñas no puede explicarse si no es entendiendo cómo se manifiesta el control de los cuerpos en la vida cotidiana. Al analizar la relación entre género y espacio, las asimetrías de género han sido estudiadas usando el concepto de “espacios generizados” (Massey 1994, Duncan 1996, Ainley 1998, Longhurst 2001), definidos como “espacios en los cuales operan prácticas diferenciadas o entornos que son utilizados estratégicamente para moldear la identidad, producir y reproducir relaciones de género asimétricas” (Löw &Lawrence-Zúñiga, 2001:7).

Por otra parte, las categorizaciones rígidas de género sostienen y producen formas de invisibilización, tanto en el caso de aquellas personas que las transgreden diariamente, como en el de aquellas cuya identidad de género es vivida dentro de tales restricciones.

La experiencia del espacio público, por ejemplo, tiene significados y consecuencias diferentes para unas y otros –dependiendo del contexto social e histórico donde nos movamos. Como señala Mercedes Zúñiga (2014), el espacio público es un no-lugar para los cuerpos feminizados; un no-lugar donde se sienten y son percibidos como ajenos: “no pertenecen al espacio público”. Estos cuerpos son, a la vez, visibles e invisibles; visibles como cuerpos de deseo o ultraje -objetivación de sus cuerpos- e invisibles como sujetos con derecho a apropiarse del espacio público. Pensemos por un momento en cómo se han construido las diferenciaciones de género en torno a éste. No es casual que, en el imaginario social, se asuman como dadas las siguientes dicotomías:

  • Las mujeres solamente “pasan” por la calle; los hombres, en cambio, “están” en la calle.
  • Mujer de la calle/hombre de la calle
  • Hombre público/mujer pública

Una perspectiva crítica nos permite, sin embargo, considerar el espacio  público  como  un espacio de  negociación  cargado  también de emociones y formas de apropiación. Alicia Lindón utiliza la noción de espacio vivido porque ésta despliega una infinidad de posibilidades en términos de la corporización del espacio: si los cuerpos se rigen por normas sociales, existe una diversidad de prácticas en las relaciones cuerpo- espacio que dan cuenta de la negociación, resistencias e incluso transgresiones que realizan las personas. Transgredir los códigos sociales en el espacio público no solo pone en cuestión el sistema heteronormativo, moviliza también lo que yo llamaría “una política de desdibujamiento de las fronteras”. ¿Qué quiero decir con esto? Hemos reproducido códigos, símbolos, formas de desplazarnos en el espacio, de comportarnos, de vestirnos, de reconocernos o de imaginarnos. Cuestionar sistemáticamente este conjunto de códigos en el espacio público, pero no solamente, implica políticamente dos cosas: por una parte, la resignificación de los cuerpos situados al “margen” y, por otra parte, una resignificación de la propia noción de “margen” que, a su vez, repercuta sobre nuestras formas de apropiarnos del espacio.

bell hooks lo explica cuando sostiene que considerar el “margen” solamente como un lugar de privación, es entregarlo a la desolación y a la desesperanza.

Veremos entonces una frontera izada entre el centro y los márgenes, perpetuamente tratando de contenerlos, de aplastarlos represivamente o de limitarlos. ¿Qué pasaría si, como ella misma sugiere, permeamos  la   propia idea de frontera (esa misma imagen de muro que se concretiza en nuestra vida cotidiana atravesando todos los lugares que habitamos) para sostener un espacio creativo radical que nos permita a mujeres, adolescentes, niñas, afirmar nuestras subjetividades y articular otros sentidos de mundo?

Es precisamente en ese sentido que varias feministas han señalado que el cuerpo nunca es fijo sino múltiple y producido en relación a otros cuerpos reales, recordados o imaginados (recuerdo las manos de mi abuela, la risa de mi tío, me muevo en referencia a otros cuerpos, veo constantemente los cuerpos en metamorfosis de mis hijos). “Cuerpos danzantes”, en suma, porque nos permiten ir más allá de los límites impuestos. “El cuerpo nunca es fijo”. Pienso en ello cada vez que escudriño el mío, los cambios a través del tiempo, los embarazos, la operación quirúrgica, los músculos, los ojos, las arrugas, las cicatrices. “Cicatrices: mías, tuyas, nuestras cicatrices”. Hay que ponerles nombre, palpar el surco, explorar las nuevas geografías, preguntarse qué son, ir más allá del sentido poético de la reconstrucción. Este es un ejercicio eminentemente político pues se trata de reconstruir las fronteras a partir de las cuales nuestros cuerpos no sólo no son permitidos -o permitidos a medias- en ciertos espacios, sino cómo han sido atravesados por códigos y normas muy concretas de experimentar el deseo, la maternidad, la sensualidad, etc. En otras palabras, se trata de poner el cuerpo en entredicho. Esto es un cuerpo danzante: atreverse, juntas, a desdibujar sus límites.