Lily Muñoz / Socióloga feminista

La crisis global que ha representado la repentina llegada de la pandemia de la COVID-19 a la vida de toda la humanidad, nos sumió inevitablemente en el miedo como reacción inicial y los gobernantes, como dignos voceros y operadores del sistema en el que vivimos, nos impulsaron a asumir la consigna del “¡sálvese quien pueda!”, aun sabiendo que en el mundo que habitamos, no todas las personas podíamos “salvarnos”, es decir, sobrevivir.

Nunca antes habíamos experimentado y atestiguado con tanta contundencia el darwinismo social, que constituye uno de los criterios fundamentales de la racionalidad y el funcionamiento de nuestra sociedad contemporánea y que, en medio de la crisis, nos revela cómo de la “selección natural” propuesta por Darwin, hemos pasado a la “selección socioeconómica” a la hora de decidir quiénes sobrevivirán a la pandemia y quiénes morirán en el intento. Evidentemente, ese criterio no lo define ni lo aplica la sociedad en su conjunto, sino aquellos que rigen el destino de las y los “ciudadanos” en cada país, en nombre del capital.

La reflexión como estrategia

Poco a poco hemos ido superando el estupor y la parálisis del miedo inicial, y hemos podido dar un salto cualitativo hacia la reflexión, como estrategia para entender y enfrentar la nueva situación de confinamiento en que nos encontramos y vislumbrar el futuro en ciernes, en medio de tanta incertidumbre. De hecho, a varias personas el confinamiento nos ha servido para hacer un alto obligado a la vorágine en la que estábamos viviendo como especie, previo a la pandemia, y nos ha conducido a revisar distintas dimensiones de la crisis.

En lo personal, me ha parecido que la crisis hace necesario el resurgimiento de viejos debates que nunca fueron resueltos, aunque sí neutralizados por el poder hegemónico de las instituciones que defienden el statu quo. Uno de esos viejos y recurrentes debates necesarios en medio de la crisis y de cara al período pospandemia, es sobre el desarrollo. Y aclaro que no estoy proponiendo un debate sobre la pertinencia del modelo de desarrollo que prima en el mundo, lo cual implicaría la generación de propuestas de nuevos modelos de alcance universal, que se disputarían la hegemonía en ese nuevo contexto. La verdad es que no creo en “modelos” y menos “universales”, cuando en realidad vivimos en un mundo heterogéneo, con enormes desigualdades y a todas luces, excluyente de las grandes mayorías. La pandemia vino a desnudar esa realidad, con múltiples evidencias que no pueden continuar siendo ignoradas por nuestra sociedad nacional, ni por la sociedad global.

En 1972, el llamado “Informe Meadows” impulsado por el Club de Roma, puso sobre la mesa el problema de los límites del crecimiento, al afirmar que “La [limitada] capacidad del planeta en que convivimos para hacer frente, más allá del año 2,000 y bien entrado el siglo XXI, a las necesidades y modos de vida de una población mundial siempre creciente, que utiliza a tasa acelerada los recursos naturales disponibles, causa daños con frecuencia irreparables al medio ambiente y pone en peligro el equilibrio ecológico mundial”.1 Ese mismo año se llevó a cabo la Primera Cumbre Mundial sobre Medio Ambiente y Desarrollo, en Estocolmo, Suecia.

En 1988 se publicó el Informe de la Comisión Mundial sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, con el título “Nuestro Futuro Común”, que prácticamente realizó un riguroso inventario de los riesgos que amenazan el equilibrio ecológico del planeta: “La deforestación, la degradación de los suelos, el efecto invernadero, la ampliación del agujero de ozono, la demografía, la cadena alimentaria, el aprovisionamiento de agua, la energía, la urbanización, la extinción de especies animales, la competencia armamentista, la protección de los océanos y del espacio, [etc.]”. 2

La propuesta de la “Comisión Brundtland” -autora del informe- para atender simultáneamente la necesidad de frenar el deterioro medioambiental y la demanda de los países “subdesarrollados” por acceder al tan ansiado “desarrollo” (entendido como el crecimiento económico -a partir de la producción industrial basada en la explotación de “recursos” naturales renovables y no renovables y de “recursos” humanos-, la mercantilización y el consumo a gran escala), fue el ahora tan trillado “desarrollo sustentable”, “sostenible” o “duradero”, que implicó un cambio en el discurso del desarrollo, pero no en la realidad mundial, donde seguimos observando la primacía del capital por encima de la vida del planeta, vía la explotación irracional de los “recursos” naturales no renovables y de los “recursos” humanos, y el “consumo de masas”, la utopía de Rostow.

¿En realidad queremos volver a la “normalidad” de ese sistema que nos está conduciendo al abismo como planeta?

¿Queremos seguir cortando la rama que nos sostiene?  Estos cincuenta años de “desarrollo sostenible”, la crisis civilizatoria en la que nos encontramos desde hace algún tiempo y la pandemia global sin precedentes que estamos viviendo, nos sitúan en una encrucijada que nos obliga a cambiar de dirección y de estrategias para garantizar la sostenibilidad, pero no del crecimiento de unos cuantos, sino de la vida del planeta.

Muchas de las claves que necesitamos hoy para privilegiar la racionalidad de la vida, las encontramos en el conocimiento ancestral de los pueblos indígenas, que desde una lógica biocéntrica, nos muestran que la especie humana no es ajena a la naturaleza sino que es un elemento más de ella. Ese reconocimiento es absolutamente transgresor del imaginario hegemónico del desarrollo, antropocéntrico, perverso y destructor. La economía feminista también ha realizado aportes significativos a la construcción de la racionalidad de la vida, como el llamado provisioning, que consiste en apostar por la satisfacción de las necesidades básicas como fin último de la economía o la resignificación feminista de la propuesta indígena sudamericana del “buen vivir”, que implica bienestar comunitario, al margen de la lógica capitalista. También podemos acudir a la revisión de las propuestas de economía solidaria o economía para la vida que han surgido en nuestros territorios, no precisamente desde el mundo académico, sino a partir de las luchas y estrategias de resistencia de las mismas comunidades.

¡No más la “normalidad” mortal del darwinismo social! Es hora de apostar por la vida, y eso solo es posible en común-unidad.

 

 

 

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  1. Meadows, Donella H. et. al. (1972). Los límites del crecimiento. México: Fondo de Cultura Económica.
  2. Rist, Gilbert. (2002). El desarrollo: historia de una creencia occidental. Madrid: Catarata.