De muy atrás vienen las causas estructurales del entramado de opresiones en el que nos encontramos. La imposición del sistema colonial en el siglo XVI, con su racismo y prejuicios religiosos, y el anticomunismo exacerbado en el siglo XX, ambos enmarcados en el gran cuadro del patriarcado milenario, están en el origen de una sociedad violentada, donde la insatisfacción y el dolor son rasgos comunes.

A la carga pesada de carencias, indignación y sufrimientos, se suman las agresiones que el Estado dirige a la población, tanto de manera oculta como aviesa: cuando funcionarios, jueces, autoridades, representantes, incumplen, roban, cometen todo tipo de faltas, nos están golpeando, nos insultan, nos menosprecian, pasan por encima nuestro. Esto es un hecho, no un sentimiento: se trata de crímenes que afectan a grandes sectores, a quienes les roban su futuro y les impiden desarrollarse, como a las niñas forzadas a ser madres.  

Las actitudes de indiferencia, el cinismo y la prepotencia, el robo de grandes capitales más la corrupción desenfrenada que ostentan los poderosos, son afrentas, actos de flagrante violencia contra las personas que vivimos en este país. Eso provoca que la autoestima nacional esté por los suelos y que muchas personas aguanten resignadamente o peor aún, que querer largarse sea más que un sueño, una necesidad.

Ser mujer en Guatemala es un riesgo que pone nuestras vidas en peligro. Cada día hay niñas, jovencitas y adultas víctimas de torturas, de violaciones sexuales, de crueldad extrema, y que aparecen asesinadas en espacios públicos como un agregado más de la saña y el horror. El dolor, el miedo, la rabia que nos hacen sentir a todas es una forma de guerra, una sumatoria de agresiones que pretenden dominar, silenciar, exprimir a las mujeres hasta el extremo.

Gracias a las redes de apoyo, a las amistades, a las organizaciones, a las teorías y conocimientos, a las prácticas de acompañamiento y sororidad, las mujeres en el mundo hemos tomado conciencia de este agravio continuado, y ahora podemos comprenderlo y rechazarlo como la desgracia que es. 

En colectivo hemos elaborado herramientas para enfrentar la violencia o para salir de ella. Entre leyes, instituciones, reivindicaciones, prácticas políticas y curaciones, las feministas hemos contribuido a que la violencia contra las mujeres no se naturalice ni se considere normal, sin más. Aunque la cultura siga promoviendo estereotipos de sumisión, las feministas, a lo largo de más de tres siglos, seguimos promoviendo nuestra emancipación como un horizonte posible de felicidad. 

El patriarcado como conjunto de armas para la dominación, procrea machos irracionales, manipulables, los convierte en monstruos, los hace aborrecer y destruir lo que más aman. La competitividad, la lucha por ser líderes de la manada, el afán de riquezas y poder, moldean a tipos abusivos, groseros, estúpidos, incapaces de ver y mucho menos transformar su papel en este desastre.

Los hombres tienen sobre sí una responsabilidad inconmensurable que, bueno fuera que admitieran y empezaran a limpiar, desde lo personal hasta lo político. Cada vez que se refieren despectivamente a una chava, cada bromita machista, cada gesto de desprecio que repiten, es un grano más que añaden a la violencia que abruma al planeta. 

El machismo no sólo cobra vidas de mujeres, también mata a los hombres, los obliga a lanzarse al abismo, los engatusa con las mieles del poder. Quizá esa sea una explicación de por qué muchas mujeres ya no quieren relacionarse con los chapimachos que no aportan a la vida cotidiana, que no saben amar y que encima, nos joden la existencia.