Melissa Cardoza / Feminista

Ilustración: Mercedes Cabrera

No está de más decir que los responsables de esta crisis son unos pocos y poderosos seres humanos que podrían irse de excursión en un par de busitos eléctricos, ya que muchos de ellos se consideran ecologistas, hacen filantropía y regalan becas para que los cerebros más frescos luego trabajen para ellos, cambiando dólares por discursos que sean capaces de negar sus actos destructores.

La perversión del capitalismo y del patriarcado que es talvez su padre, hijo y espíritu con la idea central de que todo está al servicio del mercado, en torno al ser humano, para el confort de unos tantos, y con beneficios de increíbles proporciones, promueve tantas ilusiones ante la crisis del clima que hay millones de personas, especialmente en el norte global, que consideran que lo  que se anuncia como desastre ecológico es invento, exageración y no llegará a sus limpias, secas y mullidas alfombras.

Pero eso no pasa en esta cintura cósmica de la América Central, donde pasamos de suplicar por lluvia, a temerle de una manera desmesurada. Donde los mínimos se han vuelto inexistentes y la pérdida es tanta que Honduras encabeza las caravanas de migrantes que ponen el cuerpo ante la violencia de los Estados regionales, porque ya no tienen más. Las últimas tormentas que asolaron este país lo ejemplifican, la caravana de este enero lo ilustra dolorosamente.

Tampoco está demás hablar de empresas como Exxon, Chevron, Royal Dutch Shell, PetroChina, Iraq National Oil Co., más algunas latinoamericanas como Pemex y Petrobrass1 para no olvidar quiénes y qué han hecho ante la agonía de tantas formas de vida, únicas y valiosas.

Pueblos y filosofías diversas han dicho mucho sobre la crisis de civilización que se detona en los bienes de la naturaleza y las dinámicas sociales. En Honduras, al menos lo han hecho dos mujeres pensadoras indispensables, Berta Cáceres y Miriam Miranda. “Despertemos”, impugnó Berta, “ya no hay tiempo”. Y Miriam, con su pueblo garífuna que lucha a diario contra su desaparición, ha insistido que esta forma de vida basada en el consumo sólo traerá más deterioro a una naturaleza que parece estar siendo domada por el gran capital internacional. Al igual que su compañera de luchas lo hace con urgencia, “ya no hay tiempo para discursos: debemos buscar la forma de proteger nuestra casa común, es el único planeta que tenemos”.2

Con experiencias vividas sobre el cuerpo de los territorios, hay datos duros que muestran esta emergencia climática que afecta más a unos países que a otros, distintas fuentes señalan que Puerto Rico, Honduras y Birmania son los tres países con más vulnerabilidad ambiental en el mundo. De primera mano conocemos cómo el mar se ha salido y se lleva las casas en comunidades que siempre han vivido en sus orillas; muchos ríos que desaparecen aceleradamente; kilómetros de bosques nativos que de un día al otro se convierten en biomasa, madera exportable; arenas de quebradas que por camiones van a las urbes donde el cemento acelera el calor; entrañas de la tierra que se llevan en barcos a sitios alejados de las comunidades que se quedan con la escasez y el despojo.

¿Qué hace la gente?

Muchas cosas. Ante la desgracia hecha noticia, se ampara y se protege, en comunidades como Santa Rosa de Aguán en el norte de Honduras, se construyó en la punta de un cerro un albergue suficientemente grande para que al empeorar las aguas del cielo y el mar, nadie tenga que morir ni pasar hambre ni frío, mientras vuelven a su cauce. Ahí mismo se han recuperado dunas, arbustos y vegetación que contiene el paso del agua de mar, árboles que protegen a la comunidad de diversas maneras.

En todo el país, quienes cuidan de las fuentes de agua procuran que no se devasten los cerros y que la gente no tire suciedad en los propios abrevaderos, se organizan para repartir el líquido y hacer posible que las personas, los animales y las plantas no mueran de sed, los patronatos del agua son una organización de mucho tiempo y arraigo en cientos de comunidades.

Campesinas y campesinos, pueblos indígenas atesoran la semilla nativa para que no haya escasez, se le opone al transgénico aunque éste avanza. Los granos se almacenan con tecnologías antiguas para evitar la hambruna, pues con tortilla y frijol se pasan las crisis. Y por mucho que cuesta resistir, se trata de detener el avance de la harina de maíz industrializada, aún cuando en los tiempos de las crisis, esas son las que reparten los gobiernos y las propias organizaciones. Las luchas por el maíz criollo tienen larga data en las contiendas jurídicas, ideológicas y hasta nutricionales en toda Abya Yala, al igual que otros cereales y granos que han alimentado a la gente durante siglos.

Finalmente, la lucha por la defensa del territorio que se despliega en toda la región, es la que sostiene una perspectiva de oposición al modelo que causa la crisis climática, reiterar lo que siempre se ha hecho, cuidar la comida, el agua, la tierra y los animalitos; proteger los bosques, usar recursos de la tierra pero devolverlos, entender la ciclicidad de la vida y su sabiduría en las medicinas y los entendimientos. Sería iluso decir que todas las personas por ser campesinas o rurales, comunitarias o indígenas tienen estas ideas y acuerpan las luchas, pero las que sí lo hacen, sostienen la alternativa a la destrucción humana.

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