Maya Alvarado Chávez / laCuerda

Los conceptos que se cuelan en nuestra cotidianidad tienen una historia, vinculan experiencias humanas de diferentes momentos de las trayectorias personales, colectivas y como pueblos. Ningún concepto es inocente y no perseguimos purismos, y dado nuestro contexto territorial y global, y el intensificado y manipulado uso de conceptos como resistencia o violencia, consideramos necesario revisitarlos, y desde nuestro pensamiento y práctica feminista, colocar los contenidos que hoy tienen para nosotras, desde la recuperación de nuestras memorias, para los procesos que impulsamos y para los horizontes que compartimos con otras y otros.

De resistencias, rebeldías y otras posibilidades

Resistir es una acción de premonición del peligro que acecha las posibilidades de nuestra existencia y la de nuestros entornos, como pueblo o como parte del cosmos. Resistir es casi una acción intuitiva que nos reafirma en nuestro ser, nuestro cuerpo, nuestra autonomía y nuestro territorio.

Las resistencias desarrolladas a lo largo de los siglos, por los diferentes pueblos del mundo, hablan de su creatividad, imaginación, capacidad de desafío y voluntad de cambio.  Resistir es el primer alto a la injustica, y marca el punto de arranque para rebelarse y desarrollar nuestra capacidad, no solo de sobrevivir, sino de imaginar y construir un horizonte que recupere memorias y experiencias, para conocerlas y no repetir posibles errores.

Resistir en los diferentes contextos históricos ha estado vinculado a peligros y exposiciones. Y es que resistir habla de una voluntad que no alcanza a comprender a los responsables de los sistemas de dominación racista, colonial, heteropatriarcal y neoliberal. Por ello la resistencia ha sido, y sigue siendo, criminalizada, perseguida y castigada. No hablamos de una acción voluntariosa, requiere colocar el cuerpo, planificar, dar miradas de largo aliento, comprensión de proceso, elaboración de rutas para sostenerla y trascenderla sin olvidarla.

Muchas de las resistencias en las luchas feministas están vinculadas a interpelar las lógicas que sustentan las maquinarias estatales de control social sobre los cuerpos, las energías y las emociones de las mujeres. Por ello es preciso develar las perversidades que se disfrazan de oraciones y falsas bendiciones. También están vinculadas  a condenar la brutal violencia contra nosotras en los diferentes espacios; a reapropiarnos de ellos en lo íntimo, familiar, comunitario y lo público.   

¿A qué nombramos violencia?

La violencia es efectivamente una acción de dominación, destrucción y aniquilación. Muchas veces se le comprende como una furia alejada de la capacidad humana de razonar. Incluso se le compara con acciones de bestialidad animal, cuando en realidad es una acción absolutamente humana, considerando que requiere una intencionalidad previa para dañar. En la lógica hegemónica, la violencia es una acción de la cual los Estados se reservan el “derecho” para vigilar, castigar y mantener el control social según sus intereses.

Además de esa violencia “legalizada” en los documentos fundantes del Estado, en lo estructural se han legitimado jerarquías con base en las sexualidades y el ejercicio autónomo de las mismas; la pluralidad de pueblos y condiciones sociales (edad, salud, discapacidades, lugar de residencia).

Esa jerarquización es violencia en sí, pero no se nombra, ni se condena, más bien se aprovecha para profundizarla a través de acciones de “beneficiencia”, “caridades” que no la cuestionan, y las intentan solventar con un mendrugo, si es que bien le va a la cada vez mayor población condenada a condiciones indignas de vida. Todo ello implica violencia y no se nombra como tal.

Existen otras perspectivas políticas que han reivindicado el uso de la violencia para la “defensa” frente a las injusticias, tal es el caso de las “Guerras de Liberación”. No es la ocasión para profundizar en ello, pero necesitamos comprender la ética que sustenta y autoproclama el “derecho” a lastimar y generar miedo.

Hablar de violencia implica nombrar el lugar donde ubicamos la desgarradura humana, el daño al alma, al cuerpo, al territorio. El daño a la posibilidad de ser y hacer.

Los discursos vertidos por los poderosos en el último año, tanto en nuestro territorio como a nivel global, develan la intención de aniquilamiento de las resistencias y luchas de amplios movimientos sociales que van creciendo como respuesta a las dominaciones y el hartazgo frente a las injusticias que acompañan nuestra historia, que muchas veces hemos normalizado, y cuando irrumpen las acciones sociales retadoras e interpeladoras del sistema, (Movilizaciones contra pacto de corruptos; Caravana Migrante) sucede que se nombra como violenta la acción de denuncia, las resistencias, la defensa del territorio, la reapropiación de espacios, las empapeladas, las ofensivas por la memoria; las pintas en muros y “monumentos coloniales y a la dominación”; la colocación del homenaje permanente a las niñas en la Plaza.

Las élites económicas buscan, por ejemplo, que prevalezca la libertad de locomoción, frente a la libertad de manifestación. Las empresas nacionales y transnacionales hacen prevalecer la acumulación de capital para sus bolsillos, a lo que llaman “crecimiento económico”, frente al despojo territorial, la grotesca manipulación de los elementos de la naturaleza, el hambre, la persecución de las comunidades en resistencia y los crímenes contra liderazgos clave.

Ley y justicia no son lo mismo. Las leyes, desde la perspectiva liberal que prevalece en Guatemala, son el instrumento para legitimar las injusticias. La “democracia” como sistema político, así con minúscula y colocada como panacea, es por cierto, otro concepto que requiere revisitarse y superar los adoctrinamientos y dogmatismos políticos, tan útiles para que nada cambie de fondo.        

Así las cosas, vale la pena preguntarse ¿qué haremos? ¿cómo avanzamos hacia la construcción de otra realidad que abarque nuestros sueños de justicia? Queda abierto el debate y la posibilidad articuladora de otras formas de interpretar nuestros contextos y nuestra historia.

Pacifismo, no violencia y/o quemarlo todo

Múltiples formas de lucha se nos plantean y en distintos planos, para acabar con la barbarie patriarcal, al tiempo que vamos construyendo esa comunidad soñada donde podamos sentirnos seguras, no sólo de no ser víctimas, sino de ser personas con derechos, con la capacidad de decidir cómo queremos ser y vivir.

Las feministas, al poner al descubierto el entramado de las opresiones, abrimos ventanas para la reconstrucción de nuestras vidas y las de otras personas. Esto no significa que volverte feminista te convierta en una persona libre de violencia; no, porque el sistema sigue operando sobre esa base. Lo que sucede es que los feminismos nos dan herramientas para entender el sistema y transformarlo.

Históricamente, el feminismo ha funcionado como un movimiento colectivo de largo aliento que sin disparar balas ni cometer asesinatos ni masacres, inclusive sin partidos, ha logrado penetrar en la conciencia humana y ha transformado las vidas de millones de personas.

Es cierto que feministas intrépidas han irrumpido espectacularmente en ámbitos públicos masculinos, para señalar cómo se las excluía. Desde las que rompieron obras de arte en museos, hasta las Pussy Riots que invadieron la iglesia, no ha habido más que daños al patrimonio patriarcal. Siempre hubo y aún hay -por fortuna- mujeres que se atreven a decir NO, a señalar a violadores, a gritarle sus verdades a políticos corruptos, y llevar frente a la justicia a militares genocidas. Los castigos de la justicia patriarcal en cambio, han sido implacables.

El feminismo no es una guerra convencional contra el patriarcado, es más bien, un movimiento que en distintos lugares y tiempos ha luchado por la justicia, por el bienestar, por la dignidad, cuyos instrumentos y formas han sido y son las palabras, en ocasiones el silencio, las propuestas de cambio y formas de vida armónicas, así como las acciones necesarias para la defensa, la resistencia y el cuidado de la comunidad.

El pacifismo es un movimiento organizado, una actitud manifiesta contra las guerras y las violaciones a los derechos humanos: ha existido y se ha manifestado de diversas formas, y en esto las mujeres han dejado marcas en la historia. Un caso muy conocido, fue el de las mujeres de Greenham Common, en el Reino Unido, que hicieron un prolongado campamento frente a una base militar donde se instalaron misiles norteamericanos en los años ochenta.

Esto nos remite a las mujeres que en Guatemala le dieron vida a la resistencia de La Puya, que se oponía a la minera que, al implantarse por la fuerza en su territorio, les dejaría sin agua para ellas y sus familias. En este campamento se compartieron distintas formas de acompañamiento, de manifestación, de lucha no violenta que conllevó fuertes dosis de tensión, de voluntad, de esfuerzo y tenacidad por parte de las mujeres que se organizaron para defender su territorio. La Puya invocó la solidaridad y el apoyo de muchas personas y organizaciones. El círculo virtuoso que se echó a andar, logró, no sin dificultades, detener el avance de la minera que ponía en riesgo su futuro.

Prevención, defensa, sanación, no repetición

Hoy que la violencia contra las mujeres ha aumentado en cantidad y en crueldad, las mujeres sentimos el agravio como una cuestión personal y nos dan ganas de quemarlo todo, de matar a los criminales, de responder con sus mismas armas. La rabia nos impele a salir del acomodamiento o de la rutina, nos hace arder en deseos de castigar a los asesinos, de aplicarles las mismas torturas.

Los criterios para elegir cómo responder a tanto acoso, a tanto dolor que nos provocan, tendrían que basarse en lo que hemos aprendido con el feminismo y de nuestras experiencias pasadas, en pensamientos y acciones que en vez de imitar lo que el patriarcado nos ha hecho, conduzcan a fortalecernos como colectivos donde la justicia sea la que guíe e ilumine nuestro camino hacia la emancipación. Es allí donde vale la pena recordar la necesidad de coherencia entre fines y medios, y tener presente el proyecto de sociedad que estamos construyendo.

La prevención ante los ataques cotidianos implica preparación, formación, recursos simbólicos y materiales, acompañamiento. La defensa también exige adquirir conocimientos, saberes y práctica. La sanación adecuada a nuestras necesidades es necesaria para todas, y la no repetición, una garantía inviolable. Esas son lecciones aprendidas.

Para las feministas, la paz sería posible allí donde existiera la equidad entre las personas, el respeto por todos los seres vivos, la distribución justa de los recursos para la vida. Ello implicaría el fin del patriarcado, entendido como el sistema de dominación que coloca a los hombres como colectivo en una posición jerárquicamente superior a la de las mujeres y todos los seres que habitan el planeta.

No se puede alcanzar el bien común si sólo es para unos, tampoco se puede vivir en paz, si la violencia es el mecanismo que utiliza el Estado para el control de la población, y mucho menos, si desde la niñez, las mujeres son sometidas a maltratos y explotación. Si el patriarcado es la antítesis de la Paz, es menester ponerle fin.