Aura Cumes

Ladino era una palabra que se usaba en lo que ahora es España, para referirse al castellano que hablaban los judíos (o Sefardíes) que habitaban ese territorio. En algunos lugares ya no solo se llamaba ladino al idioma como tal, sino también a los judíos que lo hablaban. En la obra Don Quijote de la Mancha, encontré que esta misma expresión la usó el autor para nombrar a los “moros” (árabes) que aprendían castellano y sabían moverse en ese mundo. Entonces, ladino significaba la característica mezclada del idioma y la sagacidad de judíos y árabes para moverse en un mundo cristiano hostil. Por lo tanto, el concepto de ladino no era neutro sino cargado de degradación. Recordemos que en el contexto en que Cristóbal Colon realizó sus viajes a través de los cuales invadió nuestros territorios, grandes grupos de judíos y moros fueron expulsados de los reinos católicos de Castilla y Aragón. En la actualidad hay un diccionario llamado Ladino Español, que reivindica la lengua de los Sefardies.

Instalados los peninsulares en nuestro territorio, en el siglo  XVI, usaron el calificativo ladino para nombrar a aquellos indígenas que aprendían a hablar castellano y tenían la habilidad de moverse en los códigos de los colonizadores. Pero ya desde finales del siglo  XVI y principios del siglo  XVII, también se nombró como ladinos a los españoles a quienes los peninsulares y criollos tuvieron como gente de baja categoría (Rodas, 2004), a quienes se les otorgó tierras en cercanía de muchos “Pueblos de Indios” y en el oriente del país.

Desde los primeros años de colonización surgió un mestizaje como resultado de la relación, en gran medida violenta de españoles hacia las mujeres de los pueblos originarios y africanas esclavizadas y libres. En lo que ahora es América Latina, los peninsulares y criollos jerarquizaron el mestizaje en un sistema de castas con alrededor de 53 formas de clasificación1, donde los peninsulares estaban a la cabeza, seguidos de los criollos, los mestizos de acuerdo a su nivel de prestigio y en última instancia los “indios” y “esclavos negros”. Las clasificaciones no eran inocuas, sino definían el lugar de cada quien en la sociedad colonial, el trabajo que realizaban, dónde vivían, qué privilegios tenían, la calidad del salario que recibían, etcétera.

Peninsulares y criollos defendían un sistema de pureza y limpieza de sangre que les favorecía, éste ya había operado en Europa para diferenciar a cristianos viejos, cristianos nuevos y judíos y moros no conversos. Pero esta definición no era exclusivamente religiosa, sino tenía un contenido biologizado y biologizante, que aplicado a Latinoamérica va dando forma a la racialización que ahora se vive. Entiendo como racialización a la instalación de la raza y el racismo, como principio organizativo de la sociedad colonial. La racialización tenía como antecedente la idea de que los seres humanos se dividen en especies, castas o razas diferentes, por lo tanto, hay “razas superiores” y “razas inferiores”.

La delirante definición de castas no podía sostenerse debido a que las mezclas eran imparables, y al parecer, las llamadas castas, especialmente no indígenas, tenían mucho acercamiento entre sí, situación que fue generando temor entre los peninsulares y criollos. Poco a poco, el concepto de ladino, se fue usando para definir de manera general a las castas “no indígenas”. En muchos pueblos indígenas, la gente utilizaba el concepto de kaxlan, para referirse a los ladinos y a los extranjeros. No entraré a analizar ese concepto en detalle ahora. Aunque se dice a menudo que los criollos temían una rebelión de castas no indígenas, que pudieran articularse con los constantes movimientos indígenas anticoloniales, propongo que, la gente que se había asumido en el concepto ladino, ya usaba su supuesto origen español, para definirse de forma superior frente a los “indios”, utilizando el poder que una estructura racializada y racista le otorgaba. Así que en el contexto de la independencia, en el siglo   XIX, los censos van definiendo a la población de acuerdo con jerarquías raciales más cerradas: “blancos”, “ladinos”, “pardos”, “algunos negros” e “indios”.

Los criollos, aunque veían a los ladinos como inferiores a ellos, procuraron tenerlos de su lado, movilizando su aspiración hacia la blancura y civilización occidental. Así, los ladinos llegaron a formar parte de las milicias, eran quienes desmovilizaban de manera violenta los levantamientos indígenas en los primeros tres siglos de colonización. Los ladinos tuvieron la ventaja, contrario a la población indígena, que no estaban sujetos al despiadado tributo, al trabajo forzado y a la evangelización controlada. Pero donde el poder ladino llegó a institucionalizarse, fue cuando se establecieron las municipalidades, y el Estado convirtió a los ladinos en sus dirigentes oficiales, aún en pueblos de gran mayoría indígena, con excepciones. Así, con las dictaduras liberales (1871-1944), los ladinos fungieron como intermediados del Estado finquero y de sus dueños: criollos, alemanes, otros extranjeros y ladinos. Otros ciento cincuenta años de trabajo forzado, legalizado por el Estado liberal, continuaron despojando y empobreciendo a los pueblos indígenas y campesinos.

El lugar que los ladinos han jugado del lado criollo y blanco, sin embargo, no es el de marionetas; por el contrario, desde muy temprano echaron a caminar intereses propios. Si bien es cierto que no toda la población ladina tuvo poder económico, la racialización y el racismo pronto les dieron un poder moral, de prestigio y de estima frente a los indígenas, aún si fueran más empobrecidos que éstos últimos, esto lo recoge el dicho: “soy pobre pero no indio”. Las masacres de Patzicía, Chimaltenango, el 22 de octubre de 1944, muestran la consolidación racial del poder ladino y su nexo con el Estado. Cuando un grupo de indígenas se rebeló frente al poder ladino en ese pueblo, matando a diez y seis de ellos, los ladinos de Patzicía, llamaron a los de pueblos vecinos (Antigua, Zaragoza, San Andrés Itzapa, entre otros) quienes acudieron y junto a las fuerzas gubernamentales, asesinaron a cerca de 600 personas indígenas durante una semana (Adams, 1992; Esquit, 2019).

En la década de 1970 y 1980, muchos ladinos seguían diciendo con radicalidad “aparte somos nosotros, aparte son los indios” (Hale, 2007). Ser ladino tenía una carga positiva, frente a la degradación de lo que significaba “ser indio. El ejército manipuló y profundizó esa separación, al promover la idea de que “los indios eran aliados naturales de la guerrilla”, mientras que los ladinos debían serlo del ejército, quien los protegería como había sido en la historia del Estado finquero (Kaur, 2005). El genocidio como resultado de la lucha contrainsurgente, es un claro ejemplo del uso del racismo durante el llamado conflicto armado interno. En muchos pueblos indígenas el poder ladino sí fue golpeado en la década de 1980, por intervención de las fuerzas guerrilleras locales; por ello muchas familias migraron a la ciudad capital y a los departamentos donde se colocaron como burócratas, integrantes de partidos políticos y empleados en distintas empresas.

Curiosamente, con la firma de la paz en 1996 y la enunciación de los cuatro Pueblos: Maya, Xinka, Garífuna y Ladino, el concepto ladino empezó a diluirse. Tal parece ser que mucha gente que antes se definía abierta y orgullosamente ladina, lo hace menos. Para muchos, este es un signo del borramiento de la rígida bipolaridad indígena ladino. Sin embargo, este supuesto desafío a la bipolaridad no parece remover las estructuras más profundas del racismo colonial, porque aquel sujeto antes férreamente ladino, ahora busca definirse de forma no étnica, sino neutral como “guatemalteco”, “chapin”, “ser humano” o “hijo de Dios”. Pero esta definición neutral no impide que siga operando del lado del poder criollo y blanco. Existe además, un proceso de desindigenización, que también es favorable al poder colonial. Ya no definirse como ladino, solo provoca que el sujeto se oculte tal como lo hicieron en su momento los criollos y blancos, sin que ello signifique que su poder sobre el país haya dejado de ser determinante. El concepto “mestizo”, promovido de manera oficial en México y la mayoría de países de Centroamérica, no es usado de manera cotidiana en Guatemala, pero está siendo reivindicado como un “mestizaje político” por algunos sectores cercanos a las luchas políticas mayas organizadas, aunque ello no ha generado el debate que merece.

Las élites criollas construyeron el Estado guatemalteco como un instrumento para administrar la riqueza colonial acumulada por el despojo indígena durante los 300 años de colonización española. Siendo así, estructuraron el Estado para administrar la dominación colonial institucionalizando el racismo. Las élites criollas generaron un contexto  político y legal para darle continuidad a una economía política colonial cuya base es la acumulación por despojo. Por ello, en vez de construir un país independiente junto a la población indígena, ladina y los descendientes de africanos esclavizados o libres, optaron por llamar a otros blancos europeos (como los alemanes) dándoles tierra en abundancia, “indios de servicio” y privilegios fiscales; usurparon la tierra a las comunidades indígenas y las convirtieron en grandes fincas de propiedad privada; al mismo tiempo, crearon leyes para obligar a indígenas y campesinos a trabajar en sus fincas y hacerlos dependientes.

El Estado finquero, colocó a los ladinos como intermediarios entre el sistema finquero-estatal y las comunidades indígenas, a través de su papel como burócratas, administradores de fincas e integrantes de las milicias. Por mucho tiempo tuvieron un papel determinante en la dominación de los Pueblos Indígenas desde las municipalidades y ahora desde el Estado (cortes, congreso, ministerios, alcaldías) y como operadores de empresas que continúan robando a los Pueblos. De esta manera, y con excepciones, los ladinos (y también indígenas que asumen la ladinidad antiindígena como aspiración) se han convertido en guardianes de una riqueza que no les pertenece, porque pertenece a las viejas castas criollas y extranjeras; pero seguramente administrar un Estado racista, machista, corrupto e impune permite a muchos convertirse en “los nuevos ricos”, aunque shumos y arrimados a ojos de los criollos.

Debilitar la ladinidad antiindigena favorable a la ideología criolla, no tiene que ver solamente con dejar de nombrarse ladina/o, asumirse guatemalteca/o o chapína/n; sería más provechoso asombrarnos de la manera en que este país ha sido construido, comprender el origen de extremas desigualdades, ver el lugar que ocupamos en esta sociedad colonial, patriarcal y capitalista y comprometernos, usar nuestra creatividad para quitarle efectividad a los sistemas de dominación e imaginar nuevas formas de vivir en coexistencia.