Ana Cofiño / La Cuerda

Sin duda, Guatemala es un país peligroso donde la vida está en riesgo permanente. Desde que nacemos aquí podemos ser víctimas de todo tipo de eventos que nos pongan frente al abismo. Peor aún si venimos al mundo en medio de pocos recursos y perteneciente a un grupo indígena; en esas condiciones se enfrenta el racismo inmisericorde, las exclusiones y una serie de obstáculos que impiden acceder a los derechos que garantizan el bienestar.

Al nomás trasponer alguna de las fronteras que delimitan al país e internarnos en su territorio, se evidencia el grado de deterioro y destrucción que caracterizan a la infraestructura vial, a los transportes, a los centros de salud, escuelas, viviendas, y a las mismas relaciones entre las personas, atravesadas por carencias, crispadas por las desigualdades y el maltrato. Una sociedad donde la confianza fue deliberadamente destruida a través de la violencia, no cuenta con el sustento social para que las personas se identifiquen como integrantes de determinada comunidad y contribuyan al bien común. El tejido social roto implica que los vínculos que nos unen para trabajar y colaborar, están endebles y no nos protegen.

Ante semejante panorama, hay un alto porcentaje de posibilidades de caer en alguno de los índices en los que el país destaca: desnutrición infantil, muerte materna, violación sexual, tráfico de personas, abandono, violencia criminal, etcétera. La corrupción imperante en todos los espacios puede ponernos en situaciones arriesgadas: que nos atienda una persona sin capacidad y nos provoque un daño irreparable o la muerte, como ha sucedido con pseudomédicos asesinos en instituciones lucrativas de la salud.

Las y los guatemaltecos, así como quienes nos visitan, tendrían que saber que aquí y ahora no existen garantías constitucionales porque las autoridades son aliadas de las mafias; que los funcionarios públicos han comprado títulos falsos y por lo mismo, no son confiables; que jueces, fiscales y abogados son eslabones de las redes de impunidad. Que los bancos pueden ponerte multas o impedirte sacar tus fondos, y que te roban de muchas maneras. Que muchos empresarios (como los vendedores de medicinas y alimentos) no tienen límites para aumentar precios, que se niegan a pagar impuestos y que cuentan con ejércitos privados para defender sus propiedades por encima de cualquier persona. Que los pilotos del transporte pueden conducir ebrios, a toda velocidad y sin licencia porque las regulaciones fueron eliminadas. Que si sos mujer, cualquier desgraciado te puede abordar o tocar, te guste o no.

De toda la sociedad, las niñas son quizá las más vulnerables, puesto que el Estado no las considera como sujetas de derechos o personas en formación, sino más bien como potenciales reproductoras. Más de cien niñas, menores de 18 años, dan a luz cada día, como resultado de violaciones y abusos de hombres cercanos a ellas. Niñas convertidas en madres a edad tan temprana se traducen en carencias, vidas truncadas y más violencia. Y que su vida sexual empiece con engaños, abusos, violencia, es un trauma que con dificultad se logra sanar, mucho menos si no hay apoyo profesional para hacerlo. Pensemos a la vez en esos hombres que arrebatan la inocencia por la fuerza, provocando daños irreparables, y que van acumulando frustración, maldad, odio.

A las niñas desde muy pequeñitas tendríamos que rodearlas de cuidado, no en el sentido de coartar su libertad, sino de darles información, instrumentos para sobrevivir en este infierno poblado por bestias. La educación integral en sexualidad es una necesidad que debería atenderse prioritariamente, puesto que el problema es grave y de consecuencias terribles. Pensemos en esas criaturas no deseadas que vienen al mundo sin amor, como producto del abuso, y sin las condiciones materiales y emocionales para crecer saludables. Calculemos la dimensión del daño que implican esas violaciones y la imposición de maternidades no deseadas.

A manera de prevención de todos los males mencionados, sería bueno contar con una especie de manual o compendio de instrucciones para andar/sobrevivir en Guatemala. Un material accesible para todo público que nos diga cómo son los espacios donde nos movemos, si son seguros o si por el contrario, constituyen un ámbito de peligro; un documento que nos permita saber con qué garantías contamos o que nos advierta sobre los peligros que se corren. Eso implicaría tener a la mano datos, información precisa sobre a quiénes acudir en caso de necesidad, o qué hacer frente a situaciones de riesgo. Pero eso es también algo inalcanzable, puesto que las instituciones del Estado que tendrían que hacerlo, han sido saqueadas y sus funciones desvirtuadas.

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¿Qué le dirías a una jovencita extranjera que viene a conocer el país? -¡Cuidate!, no andés de noche, no te pongás faldas cortas o escotes, no hablés con desconocidos, salí acompañada… Todo ello es, de hecho, lo que muchas madres les dicen a sus hijas e hijos, muy a nuestro pesar, obligadas por estas circunstancias desfavorables. Qué hermoso sería ver a la niñez y a la juventud de nuestro país en parques y bibliotecas donde pudieran disfrutar y aprender. Qué tranquilidad sentiríamos si pudiéramos confiar en las autoridades, en los maestros, en los profesionales.

En otros países, la niñez es considerada un tesoro, y como tal se le trata: ofreciéndole todas las oportunidades para crecer y desarrollar sus potencialidades, con afecto y protección. Soñar con que en Guatemala eso pudiera ser así, nos pone en la ruta de construirlo.

Como alternativa frente a esta realidad, nos quedan los recursos propios de la sociedad y de las personas que la conformamos, tales como el respeto, la solidaridad y el apoyo mutuo para salvaguardarnos, para atender necesidades y emergencias, como ha sucedido en momentos de calamidades. Desde las familias, las comunidades, los grupos afines podemos remendar el tejido deshilachado, fortalecer los lazos que nos unen, estimular las acciones que nos llevan a encontrarnos y dejar de tolerar los abusos que diariamente se comenten, promoviendo la justicia y la dignidad como valores fundamentales para una existencia armónica. Por supuesto que eso requiere voluntad, determinación, tenacidad, bienes que afortunadamente no se venden, más bien se cultivan.