Por: Bernardo Euler Coy / Investigador, gestor cultural, fotógrafo. Disidente sexual

 

Soy honesto, nunca ha sido un buen momento para pertenecer a la población LBGTI (Lesbianas, Bisexuales, Gays, Trasvestis-Transgénero-Transexuales e Intersexuales). Se nos hace creer que no pertenecemos a este Estado, que no formamos parte de la historia oficial, que la legislación nacional debe omitirnos porque somos otro tipo de seres, no humanos, malignos y anormales. Y en un país laico como el nuestro, al invocar el nombre del Dios judeocristiano- neopentecostal, como en la primera línea de nuestra Constitución Política, garantiza que jamás se nombraría junto al nuestro. Sería abominable, dicen con ignorancia los buenos chapines.

Sabemos que el orden tradicional que impera no concibe que la sexualidad tenga otro fin que no sea el procreativo y que las identidades de género, mujer y hombre, sean las únicas y absolutas. El machismo y el patriarcado imponen como norma que todo aquello discordante con la estructura y sistema social establecido, es enemigo del Estado.

Como se evidencia en el informe “La criminalización de la población LGBTI en los registros policiales, 1960-1990” del Archivo Histórico de la Policía Nacional, los discursos políticos evidencian prejuicio y acciones que han violentado los Derechos Humanos de las personas LGBTI. De acuerdo con este informe, en los años, 1975, 1978, 1988 y 1996 se ordenaron acciones de control sobre la población homosexual, las que fueron constantes por parte de la Policía Nacional “cuya vigilancia era ejecutada como parte de sus tareas cotidianas” y que algunos operativos podrían clasificarse como “limpieza social”.

Los archivos de la antigua Dirección General de la Policía Nacional, revelan que en 1975, el Departamento de Investigaciones Criminológicas (DIC) realizó operaciones encubiertas de vigilancia, control y detenciones de personas LBGTI, por instrucción del Ministro de Gobernación para “proteger la moral pública”.

Los responsables de estas detenciones podían considerar sospechosa a cualquier persona y recurrir al abuso de su fuerza. Edelberto Torres-Rivas es citado en este aspecto ya que el Estado, al no poder asegurar el orden, en momentos de conflicto social profundo, “construye a su adversario pero de una manera imprecisa”, lo que lo hace catalogarlo como “peligroso para el Gobierno”.

En un Estado confesional como el guatemalteco, las disidencias sexuales son castigadas. Intentos oficiales que promueven el odio y la violencia, con propuestas como el Anteproyecto de Ley 5272, generado por congresistas conservadores, son un claro ejemplo. En su Art. 18, Libertad de conciencia y expresión, se propuso que “Ninguna persona podrá ser perseguida penalmente por no aceptar como normal la diversidad sexual”, respaldado por 30 mil integrantes de la tal Coordinadora Evangélica Nacional. Posteriormente fueron eliminadas todas las partes que violentaban a las personas LGBTI, resolviendo inviabilidad porque lo LGBTI era un tema inexistente en la normativa nacional.

Inevitablemente pregunto: ¿Somos menos de 30 mil mujeres y hombres LGBTI en el país, incapaces de organizarnos y ampliar nuestra agenda social para exigir la inclusión en el Congreso de otros derechos, laborales, económicos y sociales? ¿Qué otras acciones harán que nuestra existencia sea respetada en leyes?