Hablar de ausentes producto de la violencia es visto como recuperar una voz que fue callada, silenciada por la represión.

Silvia Soriano Hernández / Académica mexicana

Van unas líneas para reflexionar sobre el significado de ciertas memorias en el contexto de un país que atravesó por un largo conflicto armado, con todo lo que esto puede significar. En particular, las vivencias vinculadas a la violencia y las de algunas mujeres que trasforman su experiencia en narración. Mujeres que no sólo recuerdan, sino que trasmiten aquello que sigue presente en su memoria. En otras palabras, comparten, sabiendo que su vida es parte de una historia más grande.

El tiempo que destinamos a traer el pasado al presente se vuelve significativo para entender cuál es el camino que nuestras memorias recorrerán. Así sabemos que no es lo mismo hablar de lo que pasó, casi inmediatamente después de los sucesos, a dejar pasar semanas, meses y hasta años, con lo que el momento para la reflexión también nos ofrece una perspectiva más pensada, a la que la distancia temporal cambia.

En la Guatemala violenta del largo conflicto armado, mujeres y hombres vivieron de forma diferenciada ese tiempo que se impuso a sus pobladores y mucho dependerá del papel que jugaron para entender cómo lo recordarán.

Así, aquellas mujeres que apostaron por participar en una estructura armada con la esperanza (que más que esperanza, era cierta forma de promesa) de que su inclusión era un componente más, de un engranaje que llevaría a transformar esa sociedad plagada de inequidades, tienen sentimientos encontrados. Por un lado, la inevitable pregunta de si lo hecho valió la pena, a la luz de los resultados. Por otro lado, muchas de ellas, la mayoría, pienso yo, se sienten orgullosas de no haber dejado pasar los sucesos para ser parte de ellos. Es cierto que apostaban por otra realidad, pero eso no resta valor a que, al menos, ellas hicieron lo que pudieron, y quizá más. En particular, cuentan con una certeza: ¡están vivas!, lo cual puede ser motivo suficiente para recordar lo vivido y platicarlo. Así estén rodeadas de múltiples muertes.

Otras muchas, suelen recordar cómo hicieron frente a la violencia, encontrando en una organización, la posibilidad de unir fuerzas, voces y reclamos para dar muestra de una presencia unida. Sobre ellas podemos mencionar a las viudas que formaron la Coordinadora Nacional de Viudas de Guatemala (CONAVIGUA) o a aquellas que buscaron a sus familiares desaparecidos a través del Grupo de Apoyo Mutuo (GAM). Cómo olvidar a las otras, las que cruzando la frontera vivieron la experiencia de la organización de mujeres refugiadas Mamá Maquín. Sus recuerdos del antes en el ahora, nos conducen a senderos de lucha y resistencia. Va parte del testimonio de una militante del GAM, dicho en Guatemala al comienzo del presente siglo: “Somos una organización que nació en tiempos de la violencia, somos un grupo de mujeres las que nos atrevimos en ese tiempo a salir a las calles a gritar un alto, para detener la violación a los derechos humanos, que en ese entonces era muy fuerte, sigue siendo, pero en ese tiempo creo que era peor”.  Al cual leemos como muestra de la entereza y valentía que algunas mujeres demostraron en un régimen de terror. Y el de una militante de CONAVIGUA cuando recuerda las palabras de un militar al detenerla: “si hubieras salido de la organización, si hubieras dejado la manifestación, si hubieras dejado de luchar, todo tranquilo y cabal…” Ella sobrevivió y siguió luchando porque ya era parte de su vida estar organizada.

Hay muchas mujeres que recuerdan y hablan de las ausencias, de quienes fueron desaparecidas y desaparecidos, las y los que fueron asesinados, todas aquellas personas que de una u otra forma les fueran arrebatadas. En ese sentido, su voz se significa como la de aquellas que la perdieron al quitarles la vida. Hablar de ausentes producto de la violencia es visto como recuperar una voz que fue callada, silenciada por la represión.

Los recuerdos aparecen cargados de sentimientos, de confusiones, de certezas, de dudas, de alegrías y tristezas, de sueños cumplidos e incumplidos, de posibilidades reales e imaginadas. Sólo podemos recordar lo que vivimos, lo que nos hace testigas de nuestro tiempo y nos permite dar testimonio de lo vivido-recordado. Además de que al pensar en nosotras, en pasado, añadimos a quienes nos acompañaron; de ahí que el recuerdo no es sólo personal, porque está lleno de las otras y los otros que lo completan.

En el contexto actual de Guatemala, escuchar los testimonios de mujeres que nos conversan de su caminar por la lucha, nos lleva a considerar que no sólo hablan de lo que fueron, sino de lo que pudieron haber sido o de lo que desearon para un futuro en ese pasado. De lo que son por lo que hicieron.

También hay mujeres a las que el olvido les aparece más que el recuerdo, el tiempo trascurrido, los dolores que no acaban por irse, la falta de justicia y muchas otras razones, llevan a muchas a dejar atrás lo vivido, a guardarlo o a tratar de sacarlo de su mente. A veces lo logran, otras no, pero muchas optan por el silencio, por retener sus recuerdos para evitar enfrentar sentimientos contradictorios sobre un pasado que lastima.

Finalmente, lo que más deseo resaltar es que vivir y después contar lo vivido, se convierte en una posibilidad de compartir experiencias que, a menudo se guardan por razones diversas, pero que pueden hablarse si hay quien escuche. Por eso es importante que las memorias, valiosos recuerdos de mujeres militantes, se conozcan y se difundan, que sus palabras como testimonio de su tiempo, sea público. Hace unos años lo dijo así un historiador: “el testimonio es la pequeña voz de la historia. Aportemos a una versión de la historia que recupere esas pequeñas voces que hacen grande nuestro pasado”.