Ana Silvia Monzón / Socióloga feminista 

El Estado es un campo de relaciones de poder, no es un ente material ni es un lugar, son fuerzas que se contradicen o hacen sinergia en los planos político, económico, social, cultural e ideológico. No siempre existió el Estado, es resultado de decisiones humanas, no es sobrenatural ni intemporal. Tiene un origen histórico, vinculado con la propiedad privada y la familia patriarcal, que se traduce en estructuras, instituciones y leyes que responden a un esquema de poder que excluyó explícitamente a las mujeres, en tanto ellas no fueron parte del contrato social, base del Estado.

Para ellas siguió funcionando el contrato sexual, concepto acuñado por Carol Patteman, que está en la base de la “desigualdad entre los sexos (salarios más bajos, violencia de género, acoso sexual, comentarios sexistas, falta de reconocimiento social, etcétera)”, que se justifica en la concepción patriarcal de que las mujeres son más emocionales que racionales.

En su noción moderna, creada en la Europa de los siglos XV al XVI y consolidada hacia el XVIII, coincide con los inicios del capitalismo en términos económicos y con la Ilustración, en el plano cultural. El Estado tiene el uso exclusivo de la fuerza legítima, un territorio delimitado donde ejerce la soberanía y el gobierno mediante leyes y burocracia pública. Supone, además, la existencia de una población “amalgamada por una identidad común”, es decir, el concepto de Estado-nación.

El Estado, sus normas e instituciones, junto con otras instituciones sociales, han sellado el pacto patriarcal y socio-racial que ha limitado la participación de las mujeres en el espacio público, su reclusión en el hogar, naturalizado los roles de género, y ha desconocido sus aportes económicos tras figuras como “mano de obra coadyuvante”.

También ha normalizado la dependencia de las mujeres, concediéndole autoridad a la figura masculina y ha negado, sistemáticamente, el derecho de las mujeres a representarse a sí mismas, a otras y otros, aún en pleno siglo XXI. Aunque excepcionalmente, algunas mujeres han desempeñado puestos de decisión en el Estado, esto no ha cambiado la condición social de la mayoría, ni implica que hayan ejercido el poder. Los números son contundentes y la disparidad en detrimento de las mujeres en el campo político persiste, a pesar de las innumerables declaraciones, convenciones y políticas que pretenden, sin éxito, que la igualdad sea una realidad.

Los movimientos de mujeres han mantenido una relación contradictoria con el Estado, desde las corrientes feministas del siglo XVIII que, en Europa y Estados Unidos, iniciaron el reclamo por ser reconocidas como ciudadanas, con todos los derechos que eso implica, incluido el de dirigir el Estado. 

Sostuvieron esa lucha por casi dos siglos y, aunque formalmente en la mayoría de sociedades se haya aceptado esa ciudadanía, muy limitada a los derechos cívico-políticos, el poder real sigue estando en manos masculinas. Además, ese reconocimiento ha tenido una marca de clase y étnico-racial: ha sido parcial, porque mujeres indígenas, afrodescendientes, algunas mestizas y de otras condiciones continuaron, y aún continúan al margen del Estado, sus demandas no son visibilizadas, ni sus derechos garantizados.

Al mismo tiempo, se reclamaban otros derechos, económicos por ejemplo, y desde finales del siglo XIX, los derechos sexuales y reproductivos, que cobraron fuerza hacia mediados del siglo XX, para elaborar un concepto más complejo de ciudadanía, que claramente no ha sido aceptado por los Estados, y que, en la actual coyuntura, están en riesgo de retroceso inminente, frente a los fundamentalismos que están retomando la hegemonía en el poder de los Estados.

Por otro lado, siempre han existido corrientes feministas que plantean una postura anti-Estado, que hacen una crítica a las limitaciones que éste impone, porque ni la democracia ni la igualdad han bastado para reconocer a las mujeres en toda su diversidad, y menos aún, para impulsar los cambios radicales que no sólo el Estado sino la sociedad misma requieren para que lograr la paz y armonía. Estas corrientes rechazan el poder de dominio que ha caracterizado a todos los tipos de Estado, desde los inicios del sistema patriarcal, y enfatizan sus argumentos al evidenciar los efectos desastrosos del capitalismo globalizado, sobre todo en los cuerpos de las niñas y las mujeres, pero además, en los territorios, en la biodiversidad, en los bienes para sostener la vida.

Las mujeres y el Estado en Guatemala

En sociedades como la guatemalteca, el Estado excluye no sólo a las mujeres, sino a los pueblos indígenas, sosteniendo una estructura colonial que poco ha cambiado desde hace cinco siglos, aunque se haya declarado una Independencia más formal que real en el 1821. Además, desde la segunda mitad del siglo XX, ese Estado ha mantenido una dinámica de poder basada en el despojo, la violencia y la represión institucional extrema, el racismo, y la corrupción. 

En el breve lapso desde la firma de los Acuerdos de Paz, coincidiendo con un cambio en la narrativa global de los derechos humanos, se abrieron espacios a los que se sumaron organizaciones de mujeres para establecer lo que se denomina interlocución con el Estado, y apostarle a incidir para que las instituciones estatales reconozcan la especificidad de las mujeres y atiendan sus necesidades e intereses. 

No obstante, esa apertura duró poco tiempo porque el andamiaje legal, político e institucional a favor de las mujeres, creado desde finales de los años noventa como marco para el reclamo de derechos y mejoramiento de las condiciones de vida de la mayoría, se viene desmantelando en los últimos cinco años en función de fuerzas políticas que, desde el  Estado, no sólo intentan mantener su hegemonía económica y política, abanderando la idea de un Estado mínimo que en la práctica violenta derechos, ahora también incorporan el elemento religioso más retrógrado y autoritario, para negar –nuevamente- cualquier espacio a las mujeres que postulan una posición crítica y laica.

En Guatemala persiste, y cada vez con más fuerza, la tensión entre las corrientes feministas y de organizaciones de mujeres, que sustentan la idea de que aún es posible –y deseable- ingresar al Estado para promover cambios desde dentro, versus las que plantean la imposibilidad de lograr cualquier transformación desde esos espacios. Quienes deciden invertir sus energías en promover cambios por otras vías, como el arte, la protesta en las calles, el ámbito mediático o la práctica de otras formas de vida más vinculadas con propuestas de sostenibilidad económica desde otras lógicas que no sean las del consumismo.

Mucho camino por recorrer para comprender los alcances de esta tensión, para identificar si es posible colocar los intereses de las mujeres en el Estado “sin morir en el intento”,  o si se convoca a pensar otra sociedad “posible” sin Estado.