Las experiencias nos han demostrado que el sistema patriarcal no tiene la menor disposición a transformar sus reglas ni sus formas de funcionamiento. A veces hace como que cambia, pero siempre para refuncionalizarse y adaptarse a las circunstancias, nunca para ceder espacios, para verdaderamente contribuir al bienestar común.

Decimos esto, porque día a día vemos cómo desde el Estado, el mercado, las iglesias, la familia y la cultura oficial, se promueve una cultura patriarcal cuyos atributos más destacados son el machismo destructivo y otras formas de violencia, simbólicas y materiales. El lenguaje, las leyes, los presupuestos e inversiones, las ciencias, todo gira en torno a la idea de la dominación masculina. A su favor fueron concebidas instituciones como la justicia que, a la hora de aplicarse a las mujeres, inclina su balanza hacia el lado de los hombres. Las mujeres, no hace falta volver a mostrar las cifras, son quienes llevan la peor parte en la economía capitalista: trabajan más, ganan menos; aportan mucho, no se les reconoce nada; dan cuidado y amor, reciben odio y maltrato. Y en este momento de la historia, pagan con sus vidas el hecho de haber nacido mujeres.

Las instituciones arriba mencionadas son cómplices y responsables de la falta de oportunidades, de las violaciones a sus derechos, de tanto sufrimiento y dolor. En las familias se sigue dando mayores ventajas a los hombres; en las escuelas se marcan limitaciones; en los empleos se subestiman sus capacidades y se explotan sus fuerzas; en el amor romántico, somos utilizadas y a veces nos dejamos vencer, en pos de una fantasía.

Desde que vienen al mundo, las niñas son sujetas de abusos y el Estado de Guatemala ha dado suficientes muestras de su menosprecio e indiferencia hacia ellas. El asesinato de 41 niñas bajo protección del Estado, en marzo de 2017, con la anuencia del expresidente Morales, es uno de los casos paradigmáticos que evidencia esa situación. A casi tres años del crimen, los castigos no han llegado a los culpables, y se sigue profundizando la herida, con la persecución que han implementado contra  las jóvenes, buscando cubrir el caso de impunidad.

El nuevo gobierno, encabezado por un hombre  que, de entrada y sin escrúpulos, irrespeta la laicidad del Estado, y que tiene antecedentes nefastos, por su papel en la limpieza social que prevaleció en el gobierno de Berger, está dando señales claras de prepotencia e indiferencia, al excluir del aparato de gobierno a las mujeres, colocando barones del narcoimperio y del pacto de corruptos en puestos clave, e impulsando políticas represivas que ponen en riesgo a la mujeres, como los estados de prevención, donde las garantías de la población quedan suspendidas.

Demasiadas mujeres han sido asesinadas, con señales de saña y crueles torturas, algunas de ellas, conocidas cercanas, amigas entrañables, parientes, todas ellas mujeres inermes, libres de toda culpa. Con estos crímenes y el horror, buscan crear un ambiente que inhiba las manifestaciones políticas, exacerbando a la vez, nuestro rechazo y oposición al sistema.

Se ve a la legua que los hombres en el poder, sea este grande o pequeño, se aferran a las posiciones más retrógradas. Por mucho que sean intelectuales, académicos o de izquierda, siempre “se olvidan” convenientemente que las mujeres existen y tienen derechos. A estas alturas de la historia, y después de haber repetido miles de veces los reclamos, no hay excusas para que sigan reproduciendo esas actitudes. Ni los lapsus, ni la dificultad de encontrar mujeres idóneas, son pretextos válidos para sus exclusiones. Bien decía Sor Juana, ¡son unos necios!