A dos meses del nuevo gobierno y el continuismo de las estructuras clandestinas incrustadas en el Estado para el control social, lo que el presidente entiende por seguridad genera más inquietud que tranquilidad; más preguntas que respuestas; más sombras que luces. Esto, claro, para la mayoría de la población, principalmente mujeres de todas las edades y diferentes territorios, expuestas a hechos de violencia que vinculan los espacios personales y sociales; comunitarios y barriales; escolares, laborales, religiosos y familiares.

La violencia amenaza los desplazamientos y movimientos de todas las personas, pero el temor de niñas, jóvenes y mujeres adultas en los caminos, calles o medios de transportes constituye un hecho cotidiano, normalizado por la sociedad, con efectos paralizantes para quienes lo padecen, y por tanto, violatorio de las garantías de seguridad y libre locomoción a las cuales el Estado está obligado, en virtud de su propio documento constituyente y sus compromisos internacionales.

Cuando escuchamos hablar de “seguridad” al presidente, un estremecimiento recorre el cuerpo, considerando quienes integran su gabinete, quienes promovieron su “triunfo” electoral, y por supuesto, su innegable legado, como Director del Sistema Penitenciario, pieza clave de una cúpula que concretó de manera brutal la mal llamada “limpieza social”. Con estos antecedentes, quedan claras las intenciones de profundizar el control y hacer palpable su eficiencia en practicar la “mano dura”, como el mecanismo mejor heredado de la contrainsurgencia, para reprimir, acallar y eliminar cualquier oposición o disidencia.

El presidente sigue al pie de la letra el guión escrito por los poderes económicos y militares de Guatemala y el mundo. De esta cuenta, casi sin estrenar el despacho presidencial, rápidamente comenzaron los estados de “prevención” en territorios de interés económico para empresas extractivas; la aprobación del paquete de leyes regresivas, heredado del pacto de corruptos. Es impecable su rol en el engranaje local de refuncionalización de los mecanismos de corrupción y control poblacional.

A nivel regional, su relación con los presidentes de Honduras y El Salvador es más que cordial. Su “colaborativa y articulada” complicidad, hace respirar a las oligarquías locales y garantiza a Estados Unidos la sumisión y el entreguismo que requiere Donald Trump para asegurarse seguir al frente de su Gobierno, con su discurso y sus disposiciones racistas, misóginas y xenófobas. Nada de esto tiene que ver ni con seguridad, ni con Estado de Derecho, ni con democracia. Más que seguras, las mujeres necesitamos sentirnos libres.