Rogelia Cruz / Guatemex, migrante, antropóloga

 

Hace veinte años conocí a mi esposo, Chema. Antes de él nunca pensé que el matrimonio fuera para mí, fui criada para hacer valer mi confianza, para desarrollar mis aptitudes, para cimentar mi independencia. Nunca creí que hacer compromiso con un varón, sería clave para vivir rodeada de cariño.

Y le conocí. Ví en él la posibilidad de un hombre sin raíces machistas, íntegro, autosuficiente, amoroso. Lo que él vió en mí, será motivo de algún texto que él escriba, pero estoy segura de que él también se sacó el premio mayor de la lotería.

A la distancia, de novios nos dimos el tiempo de pensar en qué clase de familia seríamos si decidieramos casarnos. Nos dio tiempo de pensarlo todo sin las exigencias del chat de hoy en día. Gastábamos tarjetas de llamadas de larga distancia hasta acabarlas para no desperdiciar ni un centavo. Luego teníamos días, semanas enteras para pensar antes de la siguiente llamada. Y cartas de amor…

La fidelidad

Se presentó mi más grande preocupación acerca del matrimonio. Cómo establecer un compromiso de vida, largo, amoroso, si algún día, cualquier día, tal vez nunca, se diera el caso que mi cuerpo vibrara por otro cuerpo, o su cuerpo y su mente lo hicieran por alguien más; que algún pasado viniera a visitarme y recordarme mieles de otros tiempos; un presente paralelo nos invitara a placeres no descubiertos, a enamoramientos con el hombre y con la mujer que nos disponíamos a ser juntos.

Se nos enseña, por la tele, los libros, las conversaciones de sobremesa, pláticas íntimas, catequismos, grupos de formación ideológica, clases, ejemplos, experiencias, que ser infiel a tu hombre es sacrilegio mayor. Motivo de despechos, de venganzas, de odios, de violencia, de feminicidio.

¿Cómo evitar que un desliz o un amor profundo paralelo, o una aventurilla de colegiala postgraduada, o esa persona que le llena los resquicios al corazón de mi marido, haga cimbrar la estructura amorosa, económica, creativa, de hija, quehaceres, sueños y empeños que necesitamos para mantener la base de esta sociedad.

No podía yo concebir que valiera la pena empezar mi matrimonio con el amor de mi vida, sabiendo que podría resquebrajarse por el puro instinto pasional. Así que platicamos de esas preocupaciones y él, hombre de otras tierras, me respondió “tontuela, yo soy de San Francisco, lo tengo superado” ¡Y sí, lo tenía superado!

Entonces decidimos que nos daríamos el chance de otros amores. Alguien me preguntó si el nuestro sería un matrimonio abierto. Y no, abierto no me sonaba, mi rol en mi núcleo familiar es, desdichadamente, sólo mío, el rol de mi marido es solo suyo. Al final nosotros no somos piezas intercambiables.

Yo nunca había tenido muchos enamorados, lo mío era la ensoñación romántica, mi cuerpo creció en los tiempos del SIDA, no en la liberación sexual. Mis tabúes sexuales, los que me impedían gozar mi sexualidad plenamente, además de los que nos son transversales a todas, como la objetivización de nuestro cuerpo o los cánones de belleza que no nos quedan, eran el terror de contraer una enfermedad de transmisión sexual (ETS) y sentir que el intercambio de fluidos era acto de alto riesgo. Me fue bien, llegué al matrimonio vírgen de ETS, con poca experiencia y sin un embarazo no deseado.

Llegué a mi momento reproductivo con confianza, bien dada, trabajando de antropóloga, con mi marido a la par, fundando un instituto básico por cooperativa en La Trinidad. Nós éramos suficientes.  Con el embarazo, mi cuerpo ya no fue mío hasta luego de la lactancia, mi retoña se despegó de mi pecho temprano, y regresamos a la vida de ciudad.

Ilustración: Mercedes Cabrera

Otros amores

Ser madre, esposa, chapina y poliamorosa es cosa complicada. Se refieren a una mujer que vive su sexualidad, o de su sexualidad, como fácil, la vida fácil, la mujer fácil. No me imagino arreglo más complicado. Sin la presión moral de nadie, solo la responsabilidad materna, no podía imaginarme andar de coscolina si mi hija no se había ido a dormir cenada y con cuento leído. A mi marido le hablaba con claves para hacerle saber que me iba a ver a mi enamorado. Hacerle tiempo entre el trabajo, la familia, la propiedad privada y el Estado, no a mi amante, a mí misma. Darme a mí misma el chance de seguirme conociendo.

Mi galán de barrio se distanció cuando se enteró que mi marido sabía que yo estaba en sus brazos. Él, galán de muchas camas, no podía con el peso de saber que mi marido sabía; me dijo que hubiera preferido que nunca se enterara ¡con qué cara le iba a hablar! Volví a ser una mujer accesible en la arena del amor, de nuevo temida por otras mujeres.

Mi vida volvió a cambiar, nos venimos a los estamos hundidos, la niña iba creciendo, el marido con la cabeza en el doctorado, y yo, de nuevo migrante. Me costó encontrarle el chiste a estar acá, pero tuve una ventaja: cuando decidí tomar mi tristeza en mis manos, le dije a mi marido, y me abrí una cuenta de Tinder. Estoy tan lejos que no tenía el riesgo de encontrarme a mi carnal, a mi primo o a mi vecino.

Y me encontré a Jimmy. Su amor es tan refulgente, que la primera idea que pasó por mi cabeza fue ¡mi marido necesita una novia también! Él conoció a Talya. Hace ya los tres años que tengo de estar enamorada de Jimmy. Tuvimos que dar la cara con la hija, explicarle algo que ninguno de los dos, ni mi marido ni yo, platicamos en nuestras casas a su edad. Le tuvimos que contar que el matrimonio ya no nos queda y no quiere decir que dejamos de cuidarnos, de amarnos, de seguir comprometidos en proveernos buen vivir.