Mónica Knopoff / Integrante de la Red TRAMA (Red Argentina de mujeres y organizaciones que trabajan con mujeres campesinas e indígenas).

 

 

Estudié Agronomía en la ciudad de Buenos Aires en la década del ochenta. Si en ese momento me hubieran preguntado si era feminista, seguramente hubiese dicho que no. Ni siquiera me lo planteaba. Era la época del retorno democrático en Argentina, recuerdo la efervescencia estudiantil, el descubrimiento de la política, la idea de irme al campo sin saber siquiera que existían las comunidades campesinas.

Así llegué a la provincia de San Juan, y al pueblo de Jáchal. Es una zona árida, donde habitualmente sólo llueve entre diciembre y febrero, con temperaturas que pasan de 40 grados en verano y llegan a 10 bajo cero en invierno. La vegetación natural, muy escasa, es de desierto; y los únicos cultivos posibles son bajo riego.

Me contrataron para brindar apoyo a grupos de pequeños productores (era el término que se usaba, no se hablaba de campesinado), que debían elaborar un proyecto productivo y recibían un crédito para incorporar tecnología, con el objetivo de mejorar rendimiento y, por lo tanto, se suponía que los ingresos familiares.

Los primeros grupos estaban integrados por varones, lo cual me parecía natural, ya que, según mi visión, eran quienes “trabajaban en el campo”. Las mujeres se encargaban “sólo” de la casa, y los hombres de cultivar la tierra.

El primer grupo de mujeres que se acercó eran artesanas. Todas señoras grandes, con quienes pasamos largas horas en las que intentaron en vano que yo aprendiera algo de tejido mientras les enseñaba a hacer números, calcular cuánto tiempo les llevaba elaborar cada prenda para estimar un precio de venta que les retribuyera su trabajo. No nos aprobaron el proyecto, el comité evaluador consideró que eso no valía nada, cosa de mujeres, algo que hacían en la casa y nada más.

Luego vino un grupo más numeroso que quería criar cerdos y gallinas entre todas. Fue el primer grupo en Jáchal que decidió armar un corral en conjunto, y turnarse para dar agua y comida a los animales e ir a limpiar. Elegimos razas adaptadas a la zona, más rústicas. Algunas disponían de tierra donde trabajaban los hombres, así que analizamos qué alimento podían producir para comprar lo menos posible, cómo hacer un corral con los materiales que tenían y qué vacunas y remedios serían indispensables. Así descubrí que eran las mujeres las que se encargaban históricamente del cuidado de los animales de granja, en algunos casos con mucho conocimiento heredado. Aprendí, por ejemplo, que colocar ceniza a la entrada del gallinero es muy útil para disminuir la incidencia de enfermedades.

Cuando terminó el primer ciclo, calculamos a qué precio les terminaba saliendo el pollo, era casi lo mismo que comprarlo. Entonces, les pregunté si valía la pena el esfuerzo. No dudaron un segundo: ellas no podían disponer de la plata para comprarlo, así que si no criaban, no se comía carne. Esa fue una de las primeras cachetadas que me dio la realidad. Y así como ellas aprendieron a llevar las cuentas y calcular los tiempos, yo aprendí que hay otras formas de leer economía, y que los análisis clásicos no sirven en algunas situaciones.

A veces venían acompañadas de los maridos o algún hijo mayor (además de los niños y niñas, que siempre estaban con ellas). Cuando había algún hombre, que acaparaba la palabra, las mujeres no mostraban lo que sabían y muchas no opinaban. Recuerdo cuando Daniel, hijo de doña Alfreda, me dijo que él iba a estar en el grupo porque las mujeres solas no iban a poder. Entonces, les propuse a los varones que ellos formaran su propio grupo, así aprovechaban mejor el tiempo. Esa estrategia nos sirvió para que las mujeres pudieran decidir qué hacer, manejaran su propio dinero, y de a poco, empezar a hablar de otras cosas.

Las primeras preguntas que salían eran sobre los hijos: cómo evitar el alcoholismo, los problemas de educación, de salud, la falta de oportunidades. Como si no pudieran salirse del rol de madres, y sus propias necesidades fueran secundarias.

El proyecto se fue divulgando de boca en boca, y surgieron diferentes grupos de mujeres. Algunas hacían huerta para alimentar a la familia, otras criaban animales. A veces las tareas se hacían en un lugar común, otras cada una en su casa, según las distancias y las posibilidades. Pero los proyectos que más crecieron fueron los relacionados con la cocina: elaboración de panificados típicos, y de dulces y conservas regionales. Sólo necesitaban dinero para comprar unos pocos insumos, y algún equipamiento para aumentar la escala de lo que hacían cotidianamente para ofrecerlo en el pueblo. Empezaron a vender excedentes, algunas a producir directamente para comercializar.

A veces me preguntaban sobre los otros grupos, qué hacían, cómo se organizaban. Y descubrí que muchas nunca habían salido de su localidad. Entonces les propuse juntarnos, organizar un encuentro entre las mujeres de los grupos para compartir experiencias. Así surgieron los Encuentros de mujeres, donde analizábamos qué lugar tenían en la comunidad, los roles de liderazgo, cómo fortalecer la participación en organizaciones mixtas. Al terminar la reunión, poníamos música, y la alegría, las risas y el baile lo inundaban todo. Para muchas de ellas, estos encuentros eran el único momento de esparcimiento. Para que pudieran trabajar cómodas durante la jornada, y disfrutar el baile, contratábamos a una persona que cuidara las niñas y niños, siempre con ellas.

En uno de los Encuentros decidieron formar una Asociación de Mujeres Rurales, que les permitía participar en proyectos más grandes, ir a la radio, hacer demandas al intendente (por el agua, la energía, el acceso a la salud). Ya como Asociación, se potenciaron las capacitaciones, pudieron expresar más claramente sus propias necesidades. Convocamos a profesionales para dar charlas de salud sexual y reproductiva, y de violencia de género.

Lo que empezó como un proyecto productivo fue, para todas nosotras, un compromiso de vida.