Andrea Ixchíu Hernández /Mujer K’iche de Totonicapán. Trabaja desarrollando estrategias de comunicación, narrativas y tecnologías para la defensa de la vida y territorio

Mientras aumenta la cantidad de personas contagiadas en Guatemala durante la COVID-19 y la violencia acecha a tantas comunidades, varios incendios forestales han arrasado los bosques del país. Durante la última semana de marzo de 2020 el fuego consumió más de 30 hectáreas de bosque en mi pueblo natal. Un pueblo que aún conserva su propio sistema de gobierno indígena, los 48 Cantones de Totonicapán, que ante la emergencia sanitaria y forestal, han actuado con velocidad y sabiduría para resguardar la salud colectiva.

Totonicapán es uno de los municipios más pequeños del país, con apenas 328 kilómetros cuadrados, donde vivimos más de 103 mil personas, según el más reciente censo nacional. A pesar de su tamaño, hace enormes aportes ambientales a Guatemala, dando agua y oxígeno a todo el país.

Chuwi meq’en ja’ -lugar sobre el agua caliente- es el nombre que le dieron nuestras abuelas y abuelos a este territorio, antes de la llegada de los colonizadores. En él habita el pueblo K’iche’, cuyas historias son tan viejas como el bosque que resguarda, el cual llamamos abuelo, también son un cuerpo vivo. Por eso cuando decimos que somos K’iche’, somos el bosque nombrándose a sí mismo. En las poco más de 497 caballerías que ocupa esta frondosidad de Totonicapán vivimos una dinámica comunal. El bosque es una propiedad colectiva, tiene una territorialidad en donde las dinámicas de administración y propiedad de la tierra son diversas.

Este bosque es único y en él habitan especies muy especiales, como el Tz’inchaj o Pinabete una especie de pino que se encuentra en peligro de extinción. Hay contabilizadas más de 65 especies de hongos y cientos de especies de plantas que poseen propiedades medicinales. Es el hogar de familias de venados, coyotes, gatos de monte, ardillas y diversas aves canoras.

La posición geo-estratégica ambiental del bosque comunal de los 48 cantones de Totonicapán lo ubica en el pico más alto de la Sierra Madre, desde donde se originan las tres grandes vertientes de agua que tiene Guatemala que desembocan en el Golfo de México, el mar Caribe y al Océano Pacífico. Estas tres grandes vertientes se componen de varias cuencas hidrográficas: La del río Motagua, que drena a la vertiente del Caribe. Los ríos Chixoy, Cuilco y Selegua, que drenan la vertiente del Golfo de México. Y los ríos Samalá y Nahualate, que drenan la vertiente del Pacífico, que se incluye dentro del sistema de cuencas del lago de Atitlán -el segundo en tamaño del país- y que nos conecta con los pueblos de Sololá y Retalhuleu. Esta vertiente es explotada en el riego de las grandes extensiones privadas de plantación de caña de azúcar de la costa sur y para el funcionamiento de grandes hidroeléctricas, como el proyecto Chixoy.

Muchos ambientalistas e hidrólogos ven como “oportunidades de negocio” esta posición del bosque, pero ignoran que dentro de la cosmovisión del pueblo K’iché se lucha también por conservar las relaciones armónicas con la naturaleza, como producto de los principios axiológicos de orden y equilibrio entre el Cosmos, la Naturaleza y el Ser Humano.

Sembramos nubes para luego cosechar lluvia

Los más ancianos del pueblo mencionan que en nuestro Bosque Comunal existen elementos sagrados para la vida del planeta: Loq’olaj ulew -sagrada tierra-; Loq’olaj qieq’iq’ -sagrado viento- y ri loq’olaj ja’ -sagrada agua-, y que el cuidado de estos elementos debe orientar las acciones para la administración del territorio. El acoso permanente de intereses extractivos hace más difícil la vida de las comunidades. Invertimos mucho más tiempo y trabajo en la defensa del territorio que en la protección del mismo.

Esto quedó en evidencia durante los más recientes incendios forestales. El bosque comunal está permanentemente amenazado por el avance de los proyectos extractivistas que talan, queman y destruyen, por el crecimiento de la frontera agrícola e intereses perversos que quieren privatizar terrenos comunales para construir campos de golf o colonias habitacionales. Además, las autoridades comunitarias, los comités de agua y las parcialidades, carecen de equipos esenciales para la protección del bosque y el combate de los incendios. Con azadones, palas y nuestras manos, autoridades, guardabosques y vecinos apagamos los incendios. En Chuwi meq’en ja el gasto público se prioriza para la construcción de obra gris, no para la protección del bosque y menos aún, para el cuidado de la salud de la población.

Durante esta pandemia que afecta los sistemas respiratorios humanos, toda la población de Totonicapán respiró el humo de los incendios forestales y esto debilitó nuestros pulmones y nos hizo aún más vulnerables a contraer el SARS-CoV-2 (COVID-19), en un pueblo donde hay alrededor de 200 camillas en el único hospital público del municipio, que debe atender una población que supera los 100 mil habitantes. El acceso a la salud es un derecho negado a los pueblos indígenas.

Científicos confirman lo que pueblos indígenas han dicho por siglos: existe un vínculo entre los nuevos virus -como el coronavirus- y la deforestación. La ausencia de bosques y selvas aumenta la contaminación del aire y esto se traduce en la presencia de más virus, bacterias, gases tóxicos y partículas sólidas y líquidas en suspensión en la atmósfera, nocivos para la salud. En la cosmovisión K’iche se nombran por igual vida y salud con la palabra “Kaslem”, mi bisabuela la interpretaba en castellano diciendo: una vida sin salud no es vida.

Los bosques son órganos vitales para la biosfera, sirven tanto de pulmones como de corazones de la Madre Tierra. Pues, además de producir oxígeno y capturar grandes cantidades de dióxido de carbono, bombean muchísima  agua dulce del planeta. En ellos sembramos las nubes para luego cosechar lluvia. Vemos cómo las aguas nacen y hacen su camino, culebreando entre las montañas. Desde nuestros bosques fluye la sangre del planeta, nace la vida.

El Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático de la ONU advirtió en 2018 que el planeta se calentará 1.5 grados centígrados más en 2030. Esto incrementa el riesgo de sequías extremas. En 2017, la FAO indidcó que el 80 por ciento de la biodiversidad del planeta se encuentra en territorios indígenas, en montañas, bosques, ríos, lagos y pastizales donde habitamos. Esto significa que en las comunidades indígenas las alternativas para el colapso climático del planeta ya existen.

“Si las guerras del siglo XX se libraron por el petróleo, las guerras de los próximos siglos se librarán por el agua» anunció Ismail Serageldin, vicepresidente del Banco Mundial en 1995. Sin embargo, esta guerra ha estado en nuestros territorios durante mucho tiempo, más de 500 años para ser precisos. Por generaciones, hemos luchado contra un modelo civilizatorio que pone el crecimiento económico y el dinero por encima de la vida, que nos está llevando al colapso climático y a la destrucción del planeta.

Es momento de cuestionar nuestros estilos de vida. Necesitamos hacer de nuestra forma de vivir algo sostenible. Muchas comunidades han logrado habitar bosques y selvas durante miles de años en convivencia armónica, ellas nos muestran que es posible existir sin destruir. Necesitamos organizarnos para cuidar de nuestro abuelo bosque en Chuwi meq’en ja. Es además necesario fortalecer sistemas comunitarios que generen salud para los cuerpos humanos, que no sigan el modelo contaminante y depredador de la gran industria farmacéutica, responsable también de muchas de las emisiones contaminantes de gases tóxicos y envenenamiento de ríos y lagos.

Sabemos que desde la época colonial el despojo de nuestra identidad, territorio, formas de vida y organización, amenaza el equilibrio vital que tenemos con la Madre Tierra. La defensa de los derechos de nuestros pueblos y por lo tanto, la defensa de nuestros territorios, sobre todo de los bosques, es una necesidad urgente, no solo para la preservación de nuestra diversidad cultural, sino también para la supervivencia humana de la vida en el planeta.