El equipo voluntario de La Olla Comunitaria se despidió el 15 de septiembre, entregando los últimos platos de comida a las y los beneficiarios. Pocos días antes entrevistamos a Rosa Lima y Byron Vásquez, integrantes del movimiento, sobre sus experiencias durante estos 5 meses.

Pia Flores /laCuerda

Al final de la tarde Rosa Lima arregla la cocina para que todo quede listo para el día siguiente. Pica cebolla y llena las ollas grandes con agua, así en el próximo turno solo hay que ponerles fuego para comenzar a cocinar; tal y como lo ha hecho durante meses, junto al resto del equipo voluntario de La Olla Comunitaria en Rayuela, zona 1 de la ciudad de Guatemala.

A pocos días del cierre de La Olla Comunitaria, Rosa Lima deja la cocina lista para una de las últimas jornadas de trabajo voluntario.

Este día gris a Lima le acompaña cierta nostalgia. Pronto le tocará despedirse de la cocina y de las personas que ahora describe como su segunda familia. El 15 de septiembre, La Olla Comunitaria de la capital, servirá sus últimos platos después de 5 meses de apoyar a cientos de personas afectadas por la pobreza y la precariedad en Guatemala, agravadas por la pandemia. Ella también formaba parte de las filas que desde abril comenzaron a formarse alrededor de los edificios antiguos en el Centro Histórico.

La señora, de 55 años, se dedicaba a cuidar de su esposo y sus tres hijos. Cuando la pandemia de la COVID-19 llegó a Guatemala, a su esposo, de 61 años con quien Lima lleva 30 años de matrimonio, se le terminaron los trabajos de albañil y sus hijos fueron despedidos. Fue un golpe duro para la familia, que hace cuatro años se mudó a la capital desde El Progreso en busca de mejores oportunidades de trabajo.

De un día para otro los roles cambiaron. Mientras sus hijos y esposo permanecían en la casa, y los recursos comenzaban a escasear, Rosa Lima, a pesar de la angustia por contagiarse, salió a buscar una solución para alimentar a su familia.

“El Gobierno dijo ‘quédense en casa’, pero, ¿cómo iba a quedarme en casa, si necesitábamos comer? Luego descubrí este lugar, porque vi las colas. Y yo estaba allí pero eran dos horas, bajo el sol, esperando sin aportar, día tras día. Podía comer un plato de comida, y llevar algo a la casa, pero me sentía inútil. Yo quería ayudar”, dice Lima.

Pidió un par de guantes, una bolsa y comenzó recogiendo la basura en los alrededores. Poco después, le preguntaron si quería apoyar en la cocina, donde desde finales de abril ha ayudado a preparar más de 100 mil platos.

Hostigamiento por parte de las autoridades

No fue fácil para las y los organizadores tomar la decisión de cerrar La Olla Comunitaria. No es que la solidaridad se haya acabado. La gente tampoco dejó de tener necesidad, incluso ya la tenía antes de la pandemia y de La Olla Comunitaria. “Esto es lo que me parte el corazón”, dice Byron Vásquez, dueño del café y restaurante Rayuela, quien comenzó la iniciativa en abril junto a su socio, Emilio Molina.

Pero la atención pública que se generó alrededor de la iniciativa, y que era necesaria para atraer donaciones suficientes para alimentar a las hasta dos mil personas diarias, también tuvo efectos desfavorables, como el hostigamiento de parte de las autoridades.

En la zona 1, el equipo voluntario de La Olla Comunitaria se despidió el pasado martes después de cinco meses de servir más de 100 mil platos de comida.

Desde el alcalde auxiliar de la zona 1 de la ciudad de Guatemala, quien en abril amenazó con cerrar el comedor, hasta la Secretaría de Asuntos Administrativos y de Seguridad de la Presidencia de la República (SAAS) que llegó a buscar explosivos en bolsas con pan donado.

“Tal vez hay gente que sospecha que a raíz de este movimiento nos vamos a volver un grupo político, o no sé, o que le vamos dar armas a la gente para que se rebele. No sé, porque juntamos mucha gente. Alrededor de las Ollas eran como dos mil personas diarias, tal vez esto les molestaba”, agrega Vásquez.

En otra ocasión la SAAS se presentó para identificar a las y los dueños de varios carros estacionados en la vecindad de Rayuela y casa presidencial, sin embargo los agentes solamente registraron los documentos personales de tres voluntarios de La Olla Comunitaria y no de las demás personas. Este incidente fue denunciado en el Ministerio Público (MP), como también lo fue cuando Vásquez comenzó a recibir mensajes extraños en su celular de un hombre desconocido. Decía estar privado de libertad, que las autoridades lo querían matar y por eso se iba a fugar. Al estar afuera, escribió, buscaría a Vásquez para recibir apoyo.

Byron interpretó los mensajes como un intento de engancharlo para ver cómo respondía, ya que desde antes, varias personas del equipo sospechaban que los celulares estaban intervenidos para vigilarlas. Vásquez indica que el personal del MP luego afirmó esa sospecha.

Durante la pandemia, La Olla Comunitaria ha denunciado públicamente la falta de acciones por parte del gobierno para cambiar y aliviar la realidad de pobreza y desnutrición que vive, por lo menos, 60 por ciento de la población guatemalteca. Además del creciente acoso de las autoridades, los dos socios de Rayuela consideraron que el anuncio del gobierno, a principios de septiembre, de reabrir los comedores sociales en diferentes partes del país, era un buen momento para dejar que empezara a cumplir con su responsabilidad.

Un día gris de mayo, cientos de personas hacen cola para recibir un plato de comida en la hora del almuerzo.

“Estábamos haciéndole un favor al gobierno. Ellos tienen la obligación de hacer todo esto, porque ya está presupuestado desde 2008 con los comedores solidarios del gobierno de la UNE. No entendemos a dónde se está dirigiendo ese dinero”, explica Vázquez. Agrega que la idea nunca fue que La Olla Comunitaria existiera permanentemente, sino tenían la esperanza de que el gobierno llegara a tomar los datos de las personas en las filas para incorporarlas a los programas sociales. Como ejemplo de la poca funcionalidad del mecanismo que utilizó el Ministerio de Desarrollo Social para hacer llegar el Bono Familia, Vásquez resalta que entre quienes han donado insumos para el comedor, varia gente recibió este bono sin tener necesidad.

Al principio la mayoría de personas que llegaba a recibir un plato de comida eran vendedores ambulantes. Conforme avanzaba la pandemia y las restricciones, se unieron artistas de calle, familias enteras y pilotos del transporte público. A Vásquez le llamó la atención que el aumento más significativo fue de madres solteras, que trabajaban como vendedoras ambulantes con sus hijas o mujeres que fueron despedidas de su trabajo en casas particulares.

Si todo el mundo fuera así…

“Aquí les decían ‘los rockeros’ y siempre fueron tan atentos y respetuosos conmigo”, dice Rosa Lima con una sonrisa escondida detrás de su mascarilla rosada. Se transmite en sus ojos, con el orgullo y la alegría que siente por haber sido parte de este movimiento. Asegura que la solidaridad incondicional que vivió y que compartió, ha sido una experiencia de mucho aprendizaje que espera sirva de inspiración para más personas.

“Me asombré mucho compartir de cerca con personas de bonitos sentimientos pero atadas con las cadenas de la drogadicción por ejemplo. Gente muy agradecida. Enfrente del Palacio a veces las personas se ponen a llorar cuando reciben un plato de comida, ‘gracias madrecita’, expresiones así le dicen a uno. Eso es un estímulo para uno. Uno se equivoca, a veces etiqueta a una persona por lo que se ve, no preguntamos por qué una persona está así”, explica Lima.

La pandemia no fue un impedimento para Rosa, quien dispuesta a apoyar este esfuerzo solidario, se unió al equipo de la Olla Comunitaria.

Rayuela continuará con el Café Pendiente, una iniciativa que manejaban mucho antes de la pandemia, donde las personas que consumen en el lugar pueden dejar pagada comida, para otra persona con necesidad. Byron Vásquez explica que se planea apoyar de manera fija, a través del Café Pendiente en alianza con algunos donantes, a por lo menos 30 personas con más necesidad, como José, un papá de trillizas que llegaba a La Olla Comunitaria. Con el apoyo de los víveres puede invertir los ingresos que genera vendiendo llaveros, para pagar las tres sesiones de diálisis que necesitan dos de sus hijas cada semana, sin tener que preocuparse si hay suficiente para comer.

“Creo que lo hicieron estos jóvenes, emprendedores porque eso es lo que son, es la solidaridad”, termina Rosa Lima, “un sentimiento donde das sin interés en recibir algo a cambio. Es suficiente ver la gratitud en las personas. Ojalá así fuera todo el mundo”.