Lidia Rabanales /Activista estudiantil y feminista. Estudiante de la USAC e integrante de organizaciones estudiantiles y de jóvenes.

 

Al inicio de la pandemia experimenté mucha incertidumbre, capítulos de ansiedad y ataques de pánico. Estoy segura de que no he sido la única que ha atravesado crisis personales durante este acontecimiento histórico.

Aunado a lo terrorífico que es la COVID-19, la incapacidad del gobierno para gestionar la crisis ha agudizado la inseguridad económica, política y social del país y con ella ha dejado más expuesta la desigualdad social, la violencia de género, el racismo y la precariedad del sistema educativo, por lo que uno de los retos más grandes ha sido mi formación académica.

Poco saben los catedráticos sobre pedagogía y didáctica en las clases presenciales, trasladar eso a la vida virtual fue un tremendo fracaso. La carga de estudio excedía sobremanera mi tiempo y fuerza. Me mantenía casi diez horas frente a la computadora, a diario, estudiando, haciendo tareas y recibiendo clases.

Hoy no quiero hablar sobre el cansancio, frustración, tristeza o enojo que esto ha provocado en mí y en la mayoría de la comunidad estudiantil. Hoy quiero hacer un espacio para escribir sobre la alegría que proviene de construir redes de apoyo, amistad y solidaridad con otras mujeres, en momentos como estos, donde nuestra capacidad se ve rebasada y creemos que no vamos a poder concluir algún proyecto personal, en este caso, un semestre de la universidad.  Es aquí donde quisiera comentarles la dicha que tengo de conocer a mujeres que han sido solidarias y le han apostado a la construcción de formas de trabajar en colectividad para aminorar la carga de todas, haciendo más ameno y eficiente el proceso de aprendizaje.

El sistema nos ha formado de una manera en la que la competencia, la excelencia y la individualidad son los pilares para poder tener “éxito”, según los parámetros del capitalismo. Creemos que destacar, sin detenernos a ver a nuestro alrededor, nos dará ventaja sobre las otras. Es la consecuencia de una estructura y sistema social que pareciera no tener espacios suficientes para todos, pero en especial para las mujeres.  Como sabemos esta competencia ha sido una de las mejores estrategias del patriarcado para asegurar su conservación a lo largo de la historia. Cuando menos sentimos, nos envolvemos en una dinámica donde el reconocimiento social y el prestigio se tornan más importantes que la convivencia, amistad, solidaridad, empatía e incluso que el aprendizaje académico.

Por eso creo que es importante que les cuente mi historia, nuestra historia. Soy afortunada por tener un grupo de tres amigas, quienes en mi recorrido académico han sido una parte fundamental de mi formación intelectual, emocional y política. Durante este tiempo de confinamiento, no tardaron en posicionarse como una red esencial para la sobrevivencia y la cordura de mi mente ajetreada.  A ellas quiero dedicarles este escrito y a todas aquellas que, con mucho esfuerzo, están trabajando constantemente para replantear sus dinámicas y lazos afectivos con otras mujeres.

Las relaciones afectivas no son fáciles, pues requieren que constantemente pensemos en las otras sin dejar de pensar en nosotras y viceversa. Implica aprender a negociar sin exigirle a las demás, o a nosotras mismas, coartar libertades y sentires. Es importante encontrar un equilibro. Eso sería lo ideal, y casi siempre lo ideal suele ser utópico.  Pero a lo largo de mi amistad con ellas he aprendido que, aunque no se logre la perfección, se puede llegar a un consenso donde haya un esfuerzo por construir relaciones horizontales y colaborativas.

Amor entre comadres

A pesar de que cada una estaba viviendo una situación particular, nunca me dejaron a la deriva. Buscamos sistemas de colaboración y solidaridad para que algunas de las cosas que nos agobiaban fueran un poco más ligeras. Quiero agradecerles por enseñarme de amistad, ternura y amor entre comadres, por demostrarme la importancia de pensar en las demás y no solo en mí.  Ellas pudieron atravesar un fuerte muro que no me ha permitido conectar y construir relaciones de amistad íntimas desde hace años. Me han dado un espacio, entre mi praxis y activismo político, donde he podido ser más humana, cometer errores y remediarlos, reír, llorar y enojarme, pero sobre todo, querer a mi manera, desde mi lenguaje del amor. He aprendido que siempre tenemos algo que dar, que no todas tenemos las mismas habilidades, pero que juntas podemos complementarnos, aprender y sanar de mejor manera.

Ser mujer en la universidad, específicamente en el mundo de las ciencias sociales, representa un reto porque allí se legitiman mayoritariamente los aportes de los hombres y somos constantemente invisibilizadas. De cuatro catedráticos que tuvimos a lo largo del semestre, solamente una es mujer. Si lo comparamos a nivel de toda la universidad, nos quedaríamos perplejas de cómo somos excluidas de los puestos de reconocimiento académico, profesional y político, mientras somos relegadas a cargos administrativos donde somos encargadas de acciones operativas; cuestión muy parecida a la labor de cuidados y administración de los recursos del hogar.  Si a esto le sumamos la relación jerárquica catedrático-alumna, las mujeres estudiantes nos enfrentamos a la lucha cotidiana por ser escuchadas dentro y fuera de las aulas, en los puestos de representación estudiantil y en nuestras luchas políticas.

Afortunadamente, en mi semestre, 80 por ciento de estudiantes somos mujeres. Esto ha significado una red de apoyo en la cual hemos encontrado fortaleza para sobrellevar adversidades, como denuncias contra catedráticos y la lucha por una educación superior de calidad, entre otras. Ello nos ha permitido ver cómo se pone en función el trabajo en equipo y me ha enseñado a reconocer las virtudes y capacidades, no solo mías, sino las de mis compañeras, quienes, espero, lleguen alto en sus sueños y logren cumplirlos. Por ahora quiero agradecerles por hacer de esta realidad adversa, un camino más liviano.