En Guatemala es frecuente escuchar a las mujeres decir que la vida es lucha, y cómo no van a tener esa percepción si desde que nacen, las niñas son menospreciadas y maltratadas. Ese obstáculo original es, paradójicamente, un reto vital que cada mujer y todas juntas tenemos que enfrentar cotidianamente y hasta la muerte, si no queremos sucumbir.

Si en la familia se considera a las mujeres como seres naturalmente designados para el servicio y la reproducción, es necesario, de entrada, saltar las trancas de la misoginia y romper con el machismo y su inseparable violencia. Requiere valor y fuerza hacerse sujeta digna en una sociedad que no respeta sus orígenes y que se sostiene, por la fuerza, sobre los pilares del racismo y la desigualdad.

La rebeldía, el sentido de dignidad y nuestras convicciones son potencias que han hecho posible que miles de mujeres en el mundo, a lo largo de los siglos, nos hayamos opuesto a ser víctimas del sistema que nos impide desarrollarnos libremente. El orden patriarcal ha sido tan perverso y duradero porque abarca todos los ámbitos de la vida: mandata qué debemos hacer, pensar, decir, sentir, hacer, siempre en función de su dominación. Nos obliga a seguir los patrones de la sumisión, el recato, la aceptación. Eso mismo y sobre todo el innato deseo humano a vivir bien, es lo que hace que las luchas nuestras tengan continuidad en el tiempo y en los espacios. No en vano seguimos defendiendo nuestros derechos en la cama, en la casa, en el trabajo, en lo comunitario. En nuestro territorio cuerpo, memoria, tierra.

Gracias a las ancestras comunes y a las de sangre, muchas mujeres hemos logrado superar los límites impuestos, como el de acceso a educación, por ejemplo. Como feministas, rendimos homenaje a las hermanas Jesús y Vicenta Laparra, pioneras del periodismo escrito desde el siglo XIX; a las habitantes originarias que enfrentaron a las hordas conquistadoras; a las que no se sujetaron a la esclavitud y huyeron a las montañas; a las que se alzaron contra la serie de abusos cometidos en su contra durante toda la Colonia; a las obreras que reclamaron sus derechos laborales; a las revolucionarias de la Primavera Democrática; a las militantes de las organizaciones político militares que enfrentaron a las dictaduras; a las maestras, costureras, enfermeras, secretarias, telefonistas, meseras, cocineras, niñeras, lavanderas, sindicalistas, artesanas; a las profesionales y académicas; a nuestras madres, abuelas, tías y hermanas que nos transmitieron los conocimientos para entender nuestra situación y condición; la energía y las claves para salir del sometimiento y hacernos mujeres luchonas, feministas conscientes, compañeras de luchas, amigas, comadres, colegas, buscadoras con quienes compartir los sueños de bienestar y las tareas del largo camino para la transformación.

Pese a que el Estado de Guatemala, conducido por el crimen organizado y las mafias empresariales, parecen llevarnos a un horizonte donde la impunidad sea el valor más importante para una sociedad inundada por la corrupción, nosotras seguimos los pasos de nuestras encastras y el dictado de nuestros irredentos corazones que no se conforman y laten junto a quienes continuamos en la búsqueda de bienestar común.