Melissa Cardoza / Poeta hondureña, feminista

Por estas tierras una crece aderezando su pensamiento de afanes científicos e ilustrados con doctrinas que consideran la evolución humana como  aquella en la que vamos “quemando etapas”, con lo cual el pasado será desechado para acceder a un estadio mejor al que la humanidad debe aspirar.

El futuro siempre será mejor, dicen, de tal manera que después del capitalismo nos espera una etapa evolutiva superior, afirman los convencidos. Y, sin embargo, en medio de esta hora planetaria, en la que se evidencia que el capitalismo es una desgracia mortal para millones de personas, una redescubre que en ese menospreciado pasado, vivo y no de parques arqueológicos, se sistematizan saberes vitalmente pertinentes.

En esta Honduras sistemáticamente abusada, desde la estructura del Estado, por un capacitado grupo de maleantes, narcos y ladrones de oficio, nos encontramos en la indefensión frente a un virus invisible que amenaza con llevarnos a una muerte sin velorio. Pánico es palabra corta para expresar lo que hemos vivido, pánico inducido y alimentado con los que siempre ganan con el miedo irracional. Confinadas y usadas para obtener ganancias mediante corruptelas que se han convertido en el corazón de la política oficial, aquí seguimos, las que podemos quedarnos en casa sin la mordida del hambre, oteando un horizonte sin virus.

Modelo comunitario de emergencia

No toda la gente ha entrado en esta lógica de la obediencia mandatada. Desde ese marzo impredecible, cuando la volatilidad de este virus se acercaba, el pueblo garífuna, convocado en la Organización Fraternal Negra de Honduras (OFRANEH), decidió asumir las riendas de la situación e inició la organización de más de 20 comunidades del litoral para enfrentar la pandemia, ahora han sumado barrios garífunas de la ciudad de San Pedro Sula, epicentro nacional de la COVID. Como ha dicho Miriam Miranda, dirigente de OFRANEH: “a nosotras nos duele la muerte de cada persona de nuestras comunidades”.

El pueblo garífuna tiene mucha conciencia de que al Estado de Honduras no le interesa el destino de su gente. Les niega su condición de nacionales, cuando lo interpelan en los juicios internacionales; o les nombra con orgullo folklorizado ante el turismo; pero en todos los casos enfila sus políticas racistas intentando expropiar sus territorios y cultura, y expulsarlos masivamente del país.   

Así que las comunidades hicieron su plan de emergencia. Establecieron  lugares y comisiones para sistematizar y proveer información calificada, oportuna y necesaria sobre el coronavirus; organizaron colectivos para elaborar mascarillas y las distribuyeron a lo largo de la costa caribeña; levantaron censos en los que se registró la población enferma o en condiciones precarias de salud que les hacen más vulnerables; detectaron personas en condiciones de más necesidades alimenticias; acompañaron a probables contagiadas con sus propios protocolos de intervención, prepararon comidas, medicina, consuelo, cuidos.

Usaron sus estrategias, liderazgos y conocimientos. Involucraron a toda la población disponible, y aún más, organizaron cordones epidemiológicos en las entradas y salidas de las comunidades, estableciendo comunicación con quienes se quedaron en la ciudad y buscaban la manera de volver a sus pueblos; no dejaron por fuera un sistema de alerta y auxilio ante el incremento de la violencia contra las mujeres en este tiempo de cuarentena.

Lo que la OFRANEH ha desarrollado en estos meses es un modelo comunitario para enfrentar la pandemia que expresa su capacidad de autogobierno, y lo ha hecho sostenida en sus fuerzas y conocimientos, superando por mucho la acción del Estado que ha atesorado millones a nombre de una población a la cual desprecia.

En una entrevista de horario estelar en televisión nacional, un conductor de noticiero preguntó a cierto alcalde garífuna sobre un caso detectado en la comunidad. Respondió que no sólo era uno, que eran once y todos estaban en proceso de recuperación. Nadie murió, dijo, pero no han usado la medicina del centro de salud, se curaron con agua de mar y medicina tradicional garífuna. El conductor sonrío incrédulo, le insistió en datos y luego pasó a otra cosa, silenciando valiosa información que posibilita la defensa sanitaria para un pueblo que busca desesperadamente, y sin responsabilidad gubernamental, no morir de COVID.

Es obvio que la institucionalidad oficialista tiene que sostener la idea hegemónica de que la medicina y su experticia está en los lugares y las personas indicadas para ello, que el conocimiento que cura debe ser proveído por las farmacéuticas, los doctores, el hospital calamitoso, y que otros conocimientos no son legítimos ni válidos.

Mientras, la OFRANEH ha puesto al servicio de la gente su experiencia, divulgándola por diversos medios. Habrá que ver cómo la recibe un pueblo acostumbrado a los fármacos de una industria que ha logrado convencer a sus clientes que las prácticas ancestrales de los pueblos que saben bien comer, bien vivir y bien morir se consideren brujería, superchería, paliativos que “puede que no hagan mal, pero no curan.”

La COVID brota en este debate sobre qué es lo legítimo, cuál conocimiento sirve, quien decide la vida y la muerte de quiénes. Por siglos nos repiten que dar la espalda a los pueblos que resisten al evolucionismo desarrollista es la buena salida hacia un futuro promisorio. Y sin embargo esta organización garífuna que se opone reciamente a ese desarrollismo tiene una intervención capaz de enfrentar la crisis de la COVID; y la comparte. Habrá que ver si la ceguera colonial es más poderosa que esta fuerza vital organizada.

Y si de una vez, la normalidad racista cae sobre su propia miseria.