Mujeres que han desobedecido mandatos, han seguido sus propios sueños, resistido las opresiones y que han vivido en sus propios cuerpos la revolución sexual, existen por doquier. Millones de personas en el mundo han vivido los efectos mentales, psíquicos, sociales, económicos y políticos que conllevan las revoluciones. Cuando las mujeres empezaron a reclamar su libertad sexual, sacudieron las estructuras del sistema patriarcal. Sólo con cuestionar la maternidad, ya estaban socavando los cimientos de la procreación forzosa impuesta sobre las mujeres. El sistema requiere que las mujeres sean sumisas, se embaracen, que sus hijos sean consumistas, que entren al mecanismo de explotación.

El reclamo de las mujeres por la vigencia de nuestros derechos sexuales es ni más ni menos que el ejercicio de vivir la sexualidad como nos plazca, no en función ni al servicio de otros. Esto significa que todas disfrutamos y decidimos sobre la dimensión íntima de nuestro ser a plenitud. Todas las personas tenemos derecho a una sexualidad libre de imposiciones, prejuicios y obstáculos, siempre y cuando no pasemos sobre los derechos de otras personas.

A ojos de quienes han mantenido el poder sobre el Estado de Guatemala, este aspecto de la vida no existe o pertenece al ámbito de la religión. Aunque históricamente han explotado la sexualidad femenina, obteniendo impuestos a partir de la prostitución, nunca les otorga protección ni seguridad; igualmente, se niega en la práctica a brindarle a la población la información y las herramientas para gozar de una salud sexual integral. Al contrario, permite que miles de niñas sean violadas por hombres cercanos, sin tomar medida alguna para detener ese crimen que constituye un atentado contra los derechos de la humanidad.

Que las mujeres puedan decidir cómo quieren utilizar sus potencias -como la reproductiva- es un derecho inherente, inalienable. Imponer la maternidad es obligar a una mujer a dedicar su vida al crecimiento de otra persona, proceso que implica jornadas extenuantes de trabajo, generación de energía, inversión en enseñanza, salud, etcétera.

A nadie le extrañe que mujeres jóvenes, y niñas avispadas, hablen de sus deseos con seguridad, con una convicción clara de querer convertirse en personas autónomas, de potenciar sus capacidades y de aportar a la sociedad. Las vemos por montones: jóvenes que se ganan la vida con sus manos, pintando, cosiendo, construyendo, tocando; chicas estudiando con entrega para concretar sus sueños profesionales; mujeres que siguen sus caminos, salvando obstáculos, hasta alcanzarlos. Todas conocemos mujeres así, valientes, fuertes, amorosas e inteligentes que día a día contribuyen al bienestar de su familia y su comunidad, desempeñando sus labores con responsabilidad, disfrutando los placeres de la vida con dignidad.

La revolución feminista es distinta a las revoluciones patriarcales, donde el poder en disputa pasa de manos, pero no se transforman las relaciones sociales, porque persisten las jerarquías y el autoritarismo. Nuestra revolución es un proceso largo y dinámico, en el cual estamos implicadas desde hace siglos mujeres de distintas procedencias y apariencias, personas con prácticas, creencias y costumbres diversas. Lo que nos ha reunido e identificado durante tantos años y en tan distintas latitudes es el empeño compartido en construir formas de convivencia armónicas, con salud, belleza, compartiendo y cuidando en reciprocidad.