Simone Scaffidi

En  20 años, según los datos de World Prison Brief actualizados en junio 2020, el número de personas privadas de libertad en las cárceles guatemaltecas casi se ha cuadruplicado. En 2000 eran 6 mil 974 personas y actualmente son 26 mil 142. Paralelamente a este aumento, la tasa de hacinamiento ha alcanzado niveles críticos hasta llegar al actual 372, que quiere decir que en los 21 centros de detención del país están concentradas más del triple de las personas que el sistema penitenciario tendría y podría sustentar.

Se trata de un dato de por sí preocupante, que asume características aún más alarmantes a la luz del distanciamiento social que impone la pandemia mundial de la Covid-19 y de la represión seguida a las revueltas ocurridas durante la emergencia, que ha llevado a la muerte de más de 70 detenidos sola- mente en América Latina.

El gobierno de Guatemala, además de contener la difusión del virus dentro de los centros penitenciarios, que ya ha provocado por lo menos 15 muertos y 201 contagios (197 hombres y 4 mujeres),  tiene entonces el reto de gestionar una serie de problemas estructurales y endémicos que por su naturaleza complican la contención. Al hacinamiento -resultado de un alto porcentaje de personas detenidas en régimen de prisión preventiva  (47.7 por ciento), que significa alrededor de 12 mil personas privadas de libertad sobre la base de sospechas, a la espera de una sentencia definitiva- se junta la falta crónica de productos de aseo personal que el Estado no logra brindar en cantidades adecuadas a las personas detenidas, y la dificultad de garantizar visitas médicas para acompañar embarazos y prevenir enfermedades crónicas.

Cárceles para mujeres

El estigma social golpea a las mujeres encarceladas más que los hombres, y la perpetración de este estigma viene legitimada cada día por un código cultural patriarcal y normativo compartido tanto por las instituciones, como por gran parte de la sociedad civil. No asumir las funciones y no cumplir con los roles de género impuestos por la heteronormatividad patriarcal, implica una discriminación y una exclusión que coinciden con un rechazo social generalizado. Las mujeres en la cárcel son culpables al mismo tiempo frente a la ley y frente a la moral hegemónica, por subvertir el papel histórico que se les asigna.

Por esta razón, son invisibilizadas en cuanto elemento de ruptura y sufren el juicio de una cultura que les quiere hijas obedientes, madres cuidadoras y esposas entregadas, cumplidoras de las reglas dictadas e impuestas por los hombres. De alguna forma, al contrario, el sistema social justifica más a los hombres detrás de las rejas y comprende su detención como el resultado de una naturaleza “agresiva y rebelde”, básicamente instintiva e imposible de controlar.

En Guatemala las mujeres detenidas son alrededor de 2 mil 923 y representan el 11.2 por ciento de la totalidad de la población carcelaria. El 90 por ciento de ellas se concentra en la capital, entre el Centro de Detención Preventiva para Mujeres Santa Teresa en la zona 18 y el Centro de Orientación Femenino (COF), en el municipio de Fraijanes. Por lo tanto, un número considerable de mujeres están detenidas lejos del lugar donde viven, dificultando la posibilidad de visitas por parte de personas queridas. En total, en el territorio existen 12 cárceles de mujeres, de las cuales cuatro, a pesar de tener espacios independientes, están ubicadas en las mismas instalaciones que las cárceles masculinas. Se trata de los centros de Zacapa, Mazatenango, Puerto Barrios y Petén.

Aproximadamente un tercio de las mujeres encarceladas tienen hijas e hijos menores de cuatro años de edad. De éstas, alrededor de 115 conviven con ellas y ellos en los centros. Cabe destacar que existe un vacío legal en Guatemala que vulnera sus derechos ya que no está definido qué institución tiene que hacerse cargo de la comida y la subsistencia de esta niñez.

En el caso de las mujeres transexuales, la vulneración es sistémica y entra en el marco de una discriminación integral que abarca diferentes niveles y niega su reconocimiento frente a la sociedad y a las instituciones. La legislación en Guatemala no reconoce la identidad con base en el género, con el resultado de clasificar y dividir su población carcelaria de acuerdo con su sexo. Por esta razón, las mujeres transexuales están detenidas en las cárceles para hombres.

El doble confinamiento y la doble vulneración

Ilustración: Sofía Sánchez

“Las medidas frente al virus tomadas por el gobierno en relación a las cárceles son entendibles pero generan  inevitables efectos secundarios que afectan más a las mujeres”, comenta Andrea Barrios del Colectivo Artesana, organización que se dedica al trabajo con personas detenidas y con sus familiares. La prohibición de contactos con el exterior y de las visitas produce un efecto “muñecas rusas” que genera un doble confinamiento y consecuentemente una doble vulneración física y emocional.

Por lo general, las mujeres encarceladas reciben muchas menos visitas que los hombres detenidos. A razones estructurales ligadas al transporte, a la dificultad de llegar a los centros penitenciarios y a la falta de recursos de las personas queridas, se suma la ausencia crónica de apoyo por parte de las parejas. En cambio las esposas o compañeras representan un apoyo importante para los detenidos, asumiendo y cumpliendo en mayor medida el papel de cuidado asignado por la sociedad.

El espacio de las visitas abre una brecha en el día a día de las detenidas y se transforma en un lugar de contención emocional y en una fuente de ingresos vital. La prohibición de las visitas y la consecuente limitación del trabajo bajo las medidas excepcionales, alimenta la cadena de desempleo y limita considerablemente la posibilidad de recibir encomiendas desde el exterior: dinero, materiales para trabajar, productos de aseo, comida. Ingresos necesarios para paliar las carencias del sistema penitenciario y hacer más digna la cotidianidad confinada.

El doble confinamiento en definitiva empeora la calidad de vida y la situación económica de las mujeres encarceladas, pero cabe destacar que las que se encuentran detenidas en las mismas instalaciones de los hombres, tienen más posibilidad de generar recursos.

Las motivaciones deben buscarse en los patrones impuestos por la heteronormatividad y el binarismo: la división de los roles y la desigualdad del acceso a los recursos se reproducen y se exacerban en un sistema de coerción como la cárcel. En situación de emergencia y sobrevivencia, los roles se cristalizan y perpetúan su opresión con más fuerza, reflejando con mayor intensidad las relaciones de poder: los hombres, aunque encarcelados, siguen teniendo más recursos que las mujeres, así que las detenidas tienen más posibilidad de trabajar para ellos: lavando ropa, cocinando, cumpliendo con el rol de subalternidad que se les asigna, perpetuando una relación de dependencia y reflejando la violencia económica que las mujeres sufren afuera de la cárcel.