Francelia Solano/ laCuerda

Mónica* tiene diez años y, al igual que las mil 500 niñas que registró el Ministerio Público en 2018, fue violada por su papá. Paula* tiene 11 años y fue violada por su tío, como las 3 mil menores registradas que fueron violadas por sus padrastros, abuelos o tíos. Ambas quedaron embarazadas, resultado de la violencia sexual.

No solo fueron violentadas, sino que el Estado las obligará a llevar a término el embarazo. La maternidad forzada en niñas tiene fuertes repercusiones psicológicas para ellas, además de consecuencias sociales y económicas que afectarán sus oportunidades en el futuro. Incluso daños sobre la propia vida del bebé: de cada 100 mil que nacieron en 2015, 103 bebés murieron.

Desde la psicología

El embarazo y la maternidad forzada implican cambios físicos y hormonales en el cuerpo de las mujeres, por ejemplo, para la producción de leche. Dina Elías, psicóloga e investigadora en violencia patriarcal, apunta que una niña, tanto a nivel psicológico como físicamente, no está lista para ser madre. “Los cambios permiten por ejemplo el apego a la cría y la madre, en humanos y animales. Estas cosas pasan, pero tiene que pasar cuando el cuerpo esté en una situación de madurez biológica”, explica. Tanto para la niña o el niño, como para la madre, puede haber secuelas psicológicas. A nivel neuroquímico, la parte del cerebro encargada de la respuesta emocional y madurez para asumir aspectos de crianza, no está desarrollada y por lo tanto “tampoco está lista para hacerse cargo de un niño”, resalta.

Todas las violaciones dejan una huella imborrable, sin embargo, los embarazos forzados agravan la situación. Elías apunta que las consecuencias pueden ser más leves o graves según el entorno de la víctima, su resiliencia y recursos para manejar el trauma, que a su vez dependen de factores como el apoyo de la familia o su nivel socioeconómico.

Un patrón común es que las niñas obligadas a ser madres presentan cuadros depresivos relacionados con la exposición anticipada al cambio hormonal. También desarrollan tendencias suicidas, suelen carecer de sentido de la vida, irritabilidad y en algunos casos, hay procesos de disociación y de despersonalización, donde se desvinculan de sí mismas o de su realidad. “Imagine, si aún en adultas se da la depresión postparto, cuanto más se da en las niñas”, asegura Elías.

El cuerpo de las niñas puede generar rechazo al o la bebé, por lo que también son víctimas de los embarazos forzosos de sus pequeñas madres. En algunos casos, explica Dina Elías, los padres o abuelos de las menores asumen el rol como padres y las niñas y sus hijos crecen como hermanos. Descubrir esta realidad trae otros potenciales problemas desde el punto de vista psicológico, que van desde depresión y rechazo a la madre, hasta problemas de identidad.

Los conceptos de “madre” e “hijo”, aparte de ser términos que describen una relación biológica, también son categorías sociales que, debido al sistema patriarcal, implícitamente prescriben las obligaciones y responsabilidades entre estos dos roles. El imaginario “madre”, es usado en muchos casos para justificar los partos obligados, dice la psicóloga Elías.

El Comité de América Latina y el Caribe para la Defensa de los Derechos de las Mujeres, señala los embarazos infantiles como una forma de tortura.

Niñas violadas y obligadas a ser madres

En Guatemala, en 2017, se registraron 74 mil 360 partos en niñas y adolescentes de entre 10 y 19 años, según datos del Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA). De ellos el 2.7 por ciento, fue en niñas de entre 10 a 14 años. Por ley, cualquier relación sexual con una niña de 14 años o menos es violencia sexual. Es decir, poco más de 2 mil niñas quedaron embarazadas como producto de las violaciones que sufrieron, y además fueron obligadas a parir, en una edad donde tendrían que estar disfrutando de las rutinas de vida que corresponden a su edad.

No todas las agresiones sexuales terminan en embarazos. Por ejemplo en ese mismo año, 2017, el Ministerio Público recibió la denuncia de 5 mil niñas violadas de entre 1 a 15 años, además de otro ciento de niñas las cuales no entran a la estadística por no denunciarlo, por miedo a sus agresores o por falta de apoyo de sus padres.

Es tanto el subregistro, que este año el diputado Juan Carlos Rivera, del partido Victoria, presentó una propuesta de ley para que las niñas, cuando sean adultas, puedan denunciar a sus agresores sin que el delito prescriba, como pasa en Guatemala.

Repercusiones socioeconómicas

Los embarazos resultado de violación sexual y la maternidad forzada comprometen el proyecto de vida las niñas, adolescentes y mujeres que los viven. El estudio “Consecuencias socioeconómicas del embarazo en la adolescencia en Guatemala”, realizado por UNFPA, indica que las niñas y adolescentes que son madres a temprana edad son más propensas a tener un ingreso anual menor, comparado con las mujeres que se convierten en madres en edad adulta. Las primeras tienen un promedio anual de ingreso de Q22 mil 608 comparado con los Q29,215 de las otras.

Esto se debe a que quienes son madres a corta edad tienen menos oportunidades laborales y obtienen empleos menos remunerados por su poca escolaridad y porque dedican más tiempo a las labores del hogar. Ambos factores también son resultado de un sistema patriarcal que busca relegar a las mujeres a las tareas del hogar. El estudio determinó que una mujer que se convierte en madre antes de los 20 años tiene tres veces menos oportunidades de conseguir un título universitario, en comparación con las madres en edad adulta. Esto es solo el 2.1 por ciento de las madres, pero los datos también indican que solo el 63 por ciento de las jóvenes madres logran terminar la primaria y el 34 la educación media.

El costo de los embarazos tempranos no solo incide en las adolescentes, sino también en el país. Según Luisa Rivas, representante de UNFPA en Guatemala, el Estado invirtió Q166.7 millones en la atención prenatal, parto e intervenciones al recién nacido. Además de que la actividad productiva de Guatemala tiene una pérdida de Q1 mil 627 millones anuales debido a todos los factores que inciden en la maternidad adolescente e infantil, como el acceso de las madres adolescentes a mejores trabajos, educación superior y gasto en atención a embarazos en edad temprana. Rivas apunta que hay implicaciones para las vidas de las niñas que no se pueden cuantificar en un estudio, por ser un tema tan complejo.

La iglesia  ¿aliada para combatir la trata?

Rosario Orellana / laCuerda

Ilustración: Mercedes Cabrera

En 2019, el Programa ACTuando Juntas Jotay impulsó la investigación “Situación de trata de niñas, adolescentes, jóvenes y la acción de liderazgos religiosos en Guatemala”. La socióloga feminista Lily Muñoz y la relacionista internacional, Celeste Aldana, estuvieron a cargo del proceso en el que se propone fortalecer la correlación entre la institución eclesiástica y la población civil, principalmente en la promoción de los derechos humanos, la igualdad de género y la erradicación de las múltiples violencias contra las mujeres.

Si bien, desde el feminismo se ha cuestionado y discutido por décadas la organización patriarcal de las iglesias, el informe interpela al rol protagónico de éstas en la sociedad guatemalteca “mayoritariamente creyente”, y “su capacidad de incidir en la opinión pública”. De acuerdo con Muñoz, la aceptación del reto implica, además, “desmontar los fundamentalismos religiosos que por largos siglos han sostenido la violencia y subordinación de las mujeres”, desafiando y transformando prácticas que históricamente han consolidado las relaciones asimétricas de poder.

Exclusión y desigualdad

La investigación evidencia que “los delitos contra las mujeres y las niñas son los más denunciados en el sistema de Justicia”. El de mayor índice (58 por ciento) corresponde a la violencia contra la mujer en sus manifestaciones psicológica, económica y física según el orden de registros; el segundo lugar (13 por ciento) se relaciona con el maltrato contra la niñez y adolescencia y el tercero es ocupado por el delito de violación sexual (8 por ciento), todas manifestaciones de violencia que confluyen en casos de trata de personas.

En esa misma línea, el Observatorio de Salud Reproductiva (OSAR), con datos del Sistema de Información General de Salud (SIGSA) reportó 3 mil 296 embarazos en niñas de 10 a 14 años en 2018 y un alarmante incremento en el mismo rango etario un año más tarde, con poco más de cinco mil casos.

Esta situación se convierte en uno de los muchos tentáculos de la violencia, junto a los altos índices de pobreza, el racismo, la falta de educación y el silencio acompañado de un miedo cómplice, que contraviene a los proyectos de vida de muchas niñas, adolescentes y mujeres que se enfrentan a mayor vulnerabilidad dentro de un sistema patriarcal y misógino y se convierten en objetivos idóneos para quienes comercializan con el cuerpo “como un mercado pujante dentro de la lógica del capitalismo neoliberal, que cada vez degrada aún más a cualquier ser humano y lo convierte en mercancía”, detalla la investigación.

Realidad silenciada

Para profundizar en el tema de la trata de personas, es pertinente comprender que el informe sugiere conceptualizarla como: el “traslado y/o retención de una persona en contra de su voluntad, utilizando para ello distintos mecanismos, con el fin de explotarla sexual o laboralmente”. Agrega que la trata “se ha constituido en una modalidad de esclavitud moderna” y que según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), esta actividad “se encuentra en el tercer lugar entre los negocios delictivos más rentables”.

El trabajo de Muñoz y Aldana cita el “Informe Global de Trata de Personas” elaborado por UNODC, UNICEF (2018), en donde se refleja que el 71 por ciento de las víctimas detectadas en el mundo, son mujeres y que particularmente en Centroamérica y El Caribe, el 87 por ciento de las víctimas de trata identificadas, tenían fines de explotación sexual.

En Guatemala, las cifras relacionadas con el fenómeno de la trata solo reflejan una ínfima parte del problema, ya que únicamente se cuenta con datos de denuncias realizadas. Las autoras advierten que “se desconoce la magnitud real de la cifra negra del delito”, haciendo referencia a la cantidad de casos que no han sido denunciados por las víctimas o descubiertos por las autoridades. Sin embargo, visibilizan que en 2018 se realizaron 471 denuncias y en 2019, 481 en total.

La investigación se enfocó en Guatemala, Quetzaltenango y Escuintla, en tanto las especialistas analizaron particularidades de estos tres departamentos y detectaron que en los primeros dos, las principales víctimas eran mujeres y que cada año ascendía el número de denuncias, a diferencia de Escuintla donde el registro de delitos se reduce. “Esto no significa que el delito haya disminuido en territorio escuintleco, sino únicamente denota el enorme sub registro existente”, explican. Esto también podría considerarse una respuesta de la sociedad a la falta de garantías de parte del Estado. En el Organismo Judicial se lograron únicamente 28 sentencias -condenatorias y absolutorias-, denotando un alto grado de impunidad “además de la mora judicial”.

Nuevo discurso

De acuerdo con las autoras del informe, las personas entrevistadas en el proceso de investigación “coincidieron al afirmar que en el evidente retroceso del reconocimiento y respeto de los DDHH de las mujeres, los fundamentalismos religiosos han tenido un papel determinante”, sobre todo por medio de discursos que reproducen estereotipos y aplauden las brechas que condicionan la vida y dignidad de las mujeres, con mensajes satanizando los derechos sexuales y reproductivos, además de la libre elección sobre los propios cuerpos. De cara a esto, Muñoz y Aldana elaboraron una propuesta estratégica para abordar la problemática, desde los liderazgos religiosos que tengan la convicción de modificar todas aquellas prácticas que transgreden a las mujeres.

Entre las líneas de acción1 figura una revisión profunda y autocrítica de los fundamentos teológicos para identificar elementos patriarcales, como una forma de pensarse y descubrirse en espacios seguros y de apoyo; la participación y promoción de procesos formativos y campañas de sensibilización; deconstruir y plantear nuevas masculinidades y, entre otras más, fomentar la generación de nuevos liderazgos de mujeres que contrarresten la inequidad de género y contribuyan a la erradicación de las violencias contra las mujeres en el país.

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1. Informe completo