En Totonicapán, es la organización comunitaria ancestral la que se ha encargado de la protección de los recursos naturales. Especialmente, de la conservación de 21 mil hectáreas de bosque, que cumplen un rol fundamental para proveer agua a las comunidades aledañas y a todo el territorio guatemalteco.

Kimberly López / laCuerda

A finales de septiembre las hermanas Andrea, Gabriela y Lucía Ixchíu, mujeres originarias de Totonicapán, caminaban por el bosque comunitario de San Francisco El Alto, ubicado en ese departamento. Mientras realizaban un trabajo de documentación audiovisual, lograron observar a tres personas que talaban árboles de manera ilegal. El Consejo Nacional de Áreas Protegidas (CONAP) se presentó a la escena y fueron detenidos los taladores, en flagrancia. Minutos después, un grupo de personas armadas con machetes interceptó y agredió a las autoridades de CONAP, y a Andrea, Gabriela y Lucía.

Lucía Ixchíu cataloga lo sucedido como un intento de homicidio, que de inmediato fue denunciado ante la Policía Nacional Civil y el Ministerio Público (MP) pero que ha tenido un nulo avance en el sistema de justicia. Según Andrea Ixchíu: “a la fecha no hay alguna detención, a pesar de que ya tenemos identificados con nombres a los agresores. Este es el momento que no se gira ninguna orden de captura, ellos siguen talando y comerciando esa madera”, denuncia.

Lo ocurrido no fue un hecho aislado, ya que autoridades locales y colectivos defensores del medio ambiente han denunciado la tala ilegal de árboles en un área protegida de 11,000 hectáreas de bosque y 1,300 fuentes de agua.

La comunidad que cuida el bosque

Totonicapán es uno de los departamentos más pequeños en todo el país, pero también el que cuenta con mayores porcentajes de cobertura boscosa. Es ahí donde se encuentra ubicado el bosque comunal de 21 mil hectáreas. De ese lugar proviene el agua para las comunidades k’iche’ de la región. Sin embargo, este espacio comunal es tan solo una fracción de un área más grande, que también está conformada por parcialidades, es decir, extensiones de tierra registradas, tradicionalmente familiares.

Los incendios forestales son otra de las amenazas que enfrentan los bosques comunitarios. Foto: Festivales Solidarios.

José Cruz, integrante del colectivo MadreSelva, explica que la importancia de este bosque radica en que conforma un área de recarga hídrica estratégica para ríos como el Salamá y el Motagua.

Desde el siglo pasado, una organización comunitaria ancestral es la que se encarga de la vigilancia y el cuidado de ese bosque, que es amenazado por los incendios forestales y la tala ilegal de árboles. Se trata de los 48 Cantones de Totonicapán, conformada por representantes de la comunidades rurales y urbanas del municipio de Totonicapán.

“La práctica comunitaria de Totonicapán es lo que permite que aún haya montañas. Si no hubiera cuidado comunitario para las montañas ya no habría ríos”, dice Cruz.

En el sistema de protección comunitaria, hombres y mujeres de Totonicapán prestan uno o dos años de trabajo sin pago en alguna de las diferentes comisiones de los 48 Cantones. Entre ellas, la comisión de medio ambiente y de guardabosques, en las cuales se organizan por quincenas para cuidar las montañas. La idea es que toda la comunidad cumpla con ese servicio comunitario.

Esa protección comunitaria, paradójicamente, contrasta con el trabajo realizado por el Instituto Nacional de Bosques (INAB). El colectivo MadreSelva ha realizado campañas para denunciar la forma en que dicha institución promueve la industria forestal.

Según Cruz, el problema viene desde la Ley Forestal, que fue aprobada durante el gobierno del expresidente Álvaro Arzú. “El INAB promueve la sustitución de bosques naturales por monocultivos forestales”, señala.

Las amenazas que persiguen al bosque comunitario

Yovany Alvarado, representante de la organización Utz Che, considera que son varias las amenazas que acechan “uno de los bosques más hermosos del país”.

El crecimiento demográfico, asegura, es una de las razones que elevaron los riesgos para el bosque. “Cada vez hay mayor población y al haber más personas, hay necesidad de tierra para el cultivo y para la construcción de viviendas, también hay necesidad de leña para el consumo energético”, explica Alvarado.

Durante la pandemia, surgieron nuevas condiciones que podrían afectar los bienes naturales. Por ejemplo, las restricciones presidenciales y locales han llevado a las familias a enfrentar fuertes dificultades económicas.

“Mi forma de interpretar esto es que hay familias que posiblemente hayan recurrido a la tala para generar ingresos”, infiere Alvarado.

Precisamente, el 22 de septiembre, Andrea Ixchíu junto a un grupo de personas subieron al bosque para fotografiar evidencias de tala ilegal. Cuenta: “encontramos que la región en la que se ubica un altar sagrado, todo su alrededor está totalmente talado. Escuchamos ruidos de hacha y machete y pude ver a tres hombres, eran taladores”.

Durante el 2013, Andrea formó parte de la comisión de los 48 Cantones a cargo de la protección del bosque. De esa forma, conoció a profundidad las problemáticas que rodean el área.

“El problema de la tala ilegal tiene que ver con un modelo económico que puso el dinero por encima de la vida. Una dinámica que consiste en ganar el sustento a través de los medios que tenemos más cerca, en el caso del pueblo cercano al bosque, el bosque siempre ha sido un medio de vida”, explica.

Asimismo, existe toda una red criminal de explotación forestal que vincula a los taladores locales con grandes aserraderos que no cumplen protocolos para el manejo forestal. “Esto ha generado grandes cadenas de corrupción que en el pasado han afectado a los pueblos y que implica también a autoridades locales. Se ha descubierto cómo en las pasadas administraciones municipales vendían las licencias y los sobornos de las grandes madereras para explotar el bosque de Totonicapán”, relata.

La amenaza al bosque, incluso, ha afectado espacios que para el pueblo k’iche’ son sagrados.

Un país de alto riesgo

Según la organización internacional Global Witness, Guatemala es el sexto país más peligroso para las personas que se dedican a proteger el medio ambiente y los bienes naturales. Ocupan los primeros cinco lugares: Colombia, Filipinas, Brasil, México y Honduras.

Entre enero y septiembre de este año la Unidad de Protección a Defensoras y Defensores de Derechos Humanos en Guatemala (UDEFEGUA) ha documentado 192 agresiones a personas defensoras del ambiente y del territorio. “Muchos de los ataques que se han registrado han sido en áreas protegidas. Por ejemplo, en Izabal o el Parque Nacional de Laguna Lachuá”, explica Jorge Santos, representante de UDEFEGUA.

“Estos hechos —agrega Santos— generalmente están vinculados a estructuras que se dedican al trabajo ilegal de madera y que viven dentro de las áreas protegidas. Hemos observado que en algunas ocasiones, el MP y las autoridades hacen un procedimiento de conciliación entre ambas partes y en ese proceso es cuando los taladores identifican a los guardarecursos y vienen las agresiones posteriores”.

En la mayoría de casos, los agredidos son funcionarios del CONAP. La gravedad de las agresiones puede culminar en asesinatos.

Un sistema perfecto para garantizar impunidad

Según Andrea Ixchíu, 48 Cantones ha presentado una serie de denuncias vinculadas a la tala ilegal. Incluso, contra personas que han delinquido en más de una ocasión y son conocidas por la comunidad.

Una de las grandes problemáticas para conseguir justicia en torno a estos delitos, opina, es la falta de coordinación para lograr mecanismos efectivos. Lo resume de esta forma: “Los taladores ya saben que si los denuncian, las investigaciones caminan lento, pueden sobornar a jueces o amedrentar a los miembros del CONAP. Es un sistema hecho para que quienes cometen estos delitos no enfrenten consecuencias graves, no se ve el daño ambiental como lo que es: un crimen de lesa humanidad”.