Ana Silvia Monzón

La autonomía universitaria reconocida a la Universidad de San Carlos, en el marco de la Revolución de Octubre de 1944, fue un punto de llegada histórico tras largos años de oprobio, porque la universidad era uno más de los espacios donde los dictadores ejercían su poder. Decidían quienes eran las autoridades, si las mujeres podían ingresar o no, si podían graduarse o ejercer una profesión universitaria.

La universidad, previo a la autonomía, era elitista. A sus aulas no entraban las mujeres, ni los indígenas, tampoco quienes vivían en el área rural. Aún con esas características en sus patios bullían las ideas de cambio, y la participación de estudiantes fue fundamental para lograr una impensable revolución, una primavera, que fue breve en “el país de la eterna dictadura”.

La autonomía abrió puertas, y aires nuevos entraron a los vetustos edificios universitarios. Se empezó a practicar la libertad de cátedra, de expresión, y de autogobierno.  Setenta y seis años después, incluido un cruento período de represión atroz que cobró cientos de vidas de mujeres y hombres universitarios ¿qué queda de ese legado?

Más allá de la retórica, nuestra universidad viene atravesando profundas crisis, una organización interna que ya no responde a las exigencias y la dinámica actuales. Y las sombras de manejos poco transparentes.

¿Democracia? Suena contradictorio este término cuando el gobierno universitario exhibe brechas enormes y déficit de participación. No estamos representadas las mujeres en las instancias de toma de decisión. Pasaron 344 años para que en la Facultad de Derecho llegara una mujer a ocupar la decanatura, y lo hizo por designación al no existir condiciones para convocar las elecciones este año, debido a la pandemia de la Covid-19.  De las 46 unidades académicas existentes, 10 Facultades, 12 Escuelas, 22 Centros regionales y 2 institutos tecnológicos, sólo 5 son dirigidas por mujeres.  Las excepciones en las Facultades son Derecho e Ingeniería.  Y en el Consejo Superior Universitario la disparidad es evidente.

Asimismo, como ha sido develado cada vez más claramente, en la Universidad hay universitarias/os de primera y de segunda categoría, unos con plenos derechos, votan en las elecciones para la rectoría, mientras la mayoría no ejerce ese derecho por ser de una Escuela o un Centro regional. Es entonces pertinente la pregunta ¿cuál democracia?

Y a nivel académico la deuda es enorme, prima el clientelismo, los derechos laborales de las y los docentes han sido reducidos a su mínima expresión. Además, el pensamiento crítico brilla por su ausencia o está marginado del mainstream universitario.  Las aulas están permeadas por ideas neoliberales, y aunque la tecnología es sumamente importante, no debe privilegiarse a costa de las ciencias sociales y las humanidades.

La investigación recibió un duro golpe en el 2019 cuando, a partir de una simple nota enviada por un funcionario a las autoridades universitarias, se pretendió dar un vuelco a un sistema que, si bien necesita cambios, deben hacerse de manera consensuada y ecuánime.

Y ¿qué decir de la violencia institucional, simbólica, política, laboral y epistémica que actúa cotidianamente contra los pueblos indígenas, las mujeres, personas con discapacidad y de la comunidad de la diversidad sexual?   Asimismo, de la violencia sexual que se ha evidenciado desde hace décadas y que apenas ha merecido atención, tanto de las autoridades como de la comunidad universitaria que tampoco se ha solidarizado con las víctimas de acoso y abuso sexual, contribuyendo a normalizar la violencia en los campus universitarios.

Para las mujeres, el 53 por ciento de la matricula estudiantil y un buen número de profesoras, investigadoras y trabajadoras, la Universidad, aunque autónoma, es un espacio hostil, jerárquico, misógino y excluyente. Desde hace más de veinticinco años las universitarias organizadas vienen planteando propuestas de cambios profundos, pero éstas no han permeado la opinión universitaria, ni han sido asumidas por las autoridades.

Igualmente, estudiantes indígenas, y más recientemente estudiantes con discapacidad y de identidades disidentes han abonado en la línea de visibilizar diversas problemáticas, exclusiones y brechas que siguen reproduciendo jerarquías de poder y contradicen el espíritu de la academia: la libertad de pensamiento, el amor al conocimiento, y el compromiso ético con las grandes mayorías, tal como plantea la Ley orgánica de la Universidad.

Las varias iniciativas para promover una reforma universitaria, que sacuda la inercia y la “normalidad” en la única universidad estatal, aún no logran conmover conciencias, ni promover una organización y movilización ¡tan urgentes! para recobrar el sentido primigenio de la autonomía universitaria. Que esta no sea una fecha vacía de contenido, sino un aliciente para avanzar hacia una nueva universidad porque el futuro está a la vuelta de la esquina.