En sus 20 meses de vida, María Natalia enfrentó una sequía, una pandemia y dos tormentas tropicales. Sobrevivió a todas, pero no al sistema que desde antes que naciera la dejó desprotegida y vulnerable ante las consecuencias del cambio climático. Su certificado de defunción dirá que falleció de neumonía, no que su cuerpo ya no aguantaba la desnutrición, que no tenía una vivienda segura, y que familia tampoco tenía los recursos para comprar sus medicamentos.
Pia Flores / laCuerda
Entre las paredes de barro y láminas, en un petate que cubre una base de cajas de plástico, descansa el pequeño cuerpo de María Natalia, envuelto en una tela blanca. Una sola candela del mismo color le vela desde un taburete bajito, de madera y cuatro patas, en el que fue el hogar de su familia en el caserío La Ceiba Talquezal en Jocotán, Chiquimula. La humedad y la pared quebrada a punto de caer, aún amenazan a cualquier persona que entra a esa casa ubicada en lo alto de las montañas, entre palmeras de plátano y cafetales.
La niña falleció el 27 de noviembre. Dos días antes había comenzado a resfriarse. Le dieron infusiones y medicinas naturales, pero al día siguiente aún no se recuperaba. Le dio tos y en la noche tuvo problemas con su respiración hasta finalmente fallecer a la 1 de la mañana, en brazos de su madre, justo el día que cumpliría 20 meses de vida.
María Natalia nació contracorriente.
Su parto fue prematuro en Chiquimula, uno de los departamentos que forman el Corredor Seco y una sentencia a la pobreza o la pobreza extrema. Además, es una de las zonas geográficas con mayor vulnerabilidad ante el cambio climático.
Los hogares más vulnerables son los que subsisten de la venta de mano de obra, como los jornaleros agrícolas; y quienes dependen de la producción agrícola para su propio consumo de maíz y frijol, lo que a su vez también depende de las lluvias. Como el caso de la familia de María Natalia.
2019, el año que la niña nació, sólo registró 65 días lluviosos, el que menos lluvias acumuló en una década, según datos del Instituto Nacional de Sismología, Vulcanología, Meteorología e Hidrología de Guatemala (INSIVUMEH). Una sequía producto del cambio climático que desde 2015 ha causado pérdidas superiores al 80% de las cosechas del Corredor Seco Centroamericano agravando la seguridad alimentaria de más de 1,3 millones de personas. En un estudio reciente de Oxfam, entre abril de 2019 y mayo de 2020, hubo un incremento de 114.4% en el porcentaje de hogares en condición de inseguridad alimentaria moderada y severa.
El padre de María Natalia es agricultor y provee el único ingreso económico de la familia. Hace trabajos físicos exigentes, como limpiar terrenos, que no remuneran más de Q40 por día. Con eso la familia, ahora de seis personas, sobrevivía de día en día.
Con el sueldo de jornalero, el señor delgado de tez morena, manos grandes y botas de hule, tendría que trabajar 13,189 días, sin gastar ni un centavo, para reunir los Q527,561.29 que el presidente de la Junta Directiva del Congreso de la República, Allan Rodríguez, ha cobrado en 10 meses del 2020. Para ese entonces María Natalia ya hubiera cumplido 38 años. Eso, sí las repercusiones físicas y cognitivas que generan la carencia prolongada de los nutrientes necesarios para su desarrollo, se lo hubieran permitido.
María Natalia hubiera cumplido 10 años antes que su padre, luego de 3,752 días, alcanzara los Q150,088 que mensualmente gana el presidente Alejandro Giammattei.
O se tardaría 1,942 días para ganar el equivalente a los Q77,715 que la Presidencia gastó entre marzo y septiembre en banquetes de camarones jumbo, salmón, lomo de res, entre otros platos, según una investigación reciente.
Mientras tanto, los escasos recursos de la familia solo les alcanzan para una dieta de frijoles, maíz, tortillas, azúcar, café, u hojas hervidas. La niña era una de los 7 de cada 10 infantes que sufren de desnutrición crónica en el Corredor Seco de Guatemala. “Ella siempre comía su cuartito de tortilla y sus granitos de arroz”, explicó su mamá, aún afligida por la muerte de la más pequeña de sus cinco hijas e hijos. Con el apoyo que recibía la familia de organizaciones, como Antigua Al Rescate (AAR), pudo darle también Incaparina, mantequillas nutricionales y avena.
El 13 de noviembre la niña pesaba 7.76 kilogramos y medía 71 centímetros, según el registro de la última jornada de peso y talla en el Centro de Salud en La Palmilla, Talquezal, Jocotán, que queda a una hora a pie de la casa de María Natalia.
“Tenía indicadores de desnutrición. Lo que se logra ver en los últimos controles, que tienen fecha del 2020, es que la niña estaba bajo la curva de crecimiento y nunca se recuperó. Por la región y el contexto se orienta más a la desnutrición que al hecho que fuera prematura”, concluye Zulma Calderón, médica y defensora de Salud de la Procuraduría de los Derechos Humanos, al ver el carnet de peso y talla de María Natalia.
“Regularmente los niños desnutridos sucumben con mayor facilidad a las infecciones”, comenta Calderón y añade que la intervención de los centros de salud en casos como este es importante, pero que muchas veces están rebasados y este año la situación empeoró porque se ha priorizadola atención hacia la pandemia de COVID-19.
Las gráficas de talla y peso de la Organización Mundial de la Salud, que utiliza el Centro de Salud en La Palmilla, indican que la niña a los 19 meses debería haber medido entre 78 y 89 centímetros, y su peso debería haber estado entre 8.5 y 13.5 kilogramos.
María Natalia era una de 2,249 niñas y niños con desnutrición registrados solo en Jocotán. A nivel nacional la cifra alcanza los 439,494. Casi medio millón de niñas y niños están hambrientos. Una condición que afecta al 46.5% de la niñez guatemalteca menor de cinco años, según la Encuesta Nacional de Salud Materno-Infantil, y sobre todo a la población de las áreas rurales.
El de Guatemala es el índice de desnutrición más alto de Latinoamérica y el sexto más alto del mundo. Aún así, en marzo el Ministerio de Salud retiró fondos de la prevención de la mortalidad de la niñez y la desnutrición crónica en el país para atender a la pandemia. De estos fondos Q46.3 millones no han sido reintegrados, según una publicación de Prensa Libre.
La pandemia y las tormentas
El ingreso económico de la familia de María Natalia dependía de los trabajos que su padre conseguía en fincas en municipios aledaños. Cuando a partir de marzo, con la llegada de la pandemia de COVID-19, el Gobierno intentó detener la propagación del virus con medidas como toques de queda, suspensión del transporte público y la prohibición de viajes entre municipios, la situación ya precaria para esa familia se puso aún más difícil. De repente, los pocos trabajos disponibles dentro del municipio de Jocotán se tenían que repartir entre muchas manos.
Si durante estos nueve meses de pandemia la familia hubiera recibido el Bono Familia, el programa de transferencias monetarias para ayudar a paliar los problemas económicos, los Q2250 que habrían recibido no ayudarían a compensar los ingresos que generaba el padre de María Natalia sudando en los terrenos día tras día. Tampoco representaban siquiera el mínimo que una familia de seis personas necesita para sobrevivir.
El Bono Familiar aunque mínimo hubiera aliviado sus penas, eso sí. Pero la familia de María Natalia no calificó al bono porque su casa no tiene acceso a servicios básicos al igual que la mayoría de personas que viven en La Ceiba. Ni agua potable, ni energía eléctrica. La mayoría de las construcciones en el caserío son de lámina y barro, pocas son de block. Buscan agua en un riachuelo que pasa cerca. Algunas viviendas sí tienen servicio eléctrico, pero no todas las familias tienen celular, o viceversa. Otro impedimento, que se suma a la serie de inequidades, es que la mayoría de habitantes no saben leer y no podrían haber contestado las preguntas de la encuesta para aplicar al bono.
Cada octubre comienza la temporada de cosecha del café. La madre y el padre de María Natalia acostumbran trabajar en las fincas que rodean las comunidades hasta que termine la temporada en enero. La meta por día es cosechar un quintal a cambio de Q50. A las fincas cada quien tiene que llevar su comida, según explica la madre de María Natalia.
Este año, la llegada de la temporada fue aún más añorada. Ante la ausencia crónica del Estado, comunidades enteras dependen de las estaciones para laborar y subsistir. Estas mismas, que ya no son como antes, y oscilan entre extremos cada vez más erráticos. Las mismas que en noviembre, en menos de dos semanas, produjeron dos tormentas tropicales, Eta e Iota, que destrozaron partes de Guatemala, Honduras y Nicaragua.
Las tormentas acabaron no solo con las cosechas de este año y el año entrante de miles de agricultores de subsistencia, sino también con sus viviendas, sus pertenencias y sus vidas.
Por lo menos 2.6 millones de personas fueron afectadas y 60 personas perdieron la vida, según las cifras de la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (CONRED).
La angustia se pasa con la leche
Cuando la tormenta Iota ingresó a Guatemala, el 17 de noviembre, varios de los municipios más afectados por Eta, en Huehuetenango, Izabal, Alta Verapaz y Quiché, aún se encontraban bajo agua.
Esa noche de lluvia intensa, que saturaba el suelo de Chiquimula y el terrenito empinado donde vivía María Natalia, se llevó una parte de la casa de la familia y dejó fisuras en el piso de tierra y en la pared de barro. Por el riesgo de un deslave, la familia fue evacuada junto con otras 20 de La Ceiba y les brindaron albergue en una escuela en La Palmilla. Luego las personas fueron trasladadas a una iglesia.
Las lluvias pasaron, mas no la humedad ni la crisis humanitaria. La temperatura bajó. Fue allí en el albergue que María Natalia se enfermó. Entre el frío y la angustia, las personas permanecen evacuadas transcurridas ya más de dos semanas.
“No hubo una autoridad competente que llevara a la gente a un albergue decente donde hubiera un médico que los atendiera, como pasa siempre en este país”, dice Sofía Letona, directora de AAR, organización que durante la pandemia se ha encargado de recibir y entregar víveres a familias en el Corredor Seco y cuya labor se intensificó tras las tormentas.
“El albergue está en una iglesia, que estaba vacía. Todo lo que se ha logrado, colchones, víveres, ha sido gracias al COCODE, a la organización comunitaria y a organizaciones como Nueva Acción Contra el Hambre y AAR. Pero no hay nada más. No hay alguien del Ministerio de Salud que llegara a revisarlos. No hay seguimiento por parte de las autoridades”, alerta Letona.
Santiago Ramírez es enfermero en el Centro de Salud La Palmilla. Indica que luego de las tormentas Eta e Iota, se nota un aumento de enfermedades respiratorias, sobre todo en personas mayores. Comenta también que entre las niñas y niños, los cambios de clima causaron más casos de gripe, fiebre y diarrea.
“Algunas personas no avisan al Centro de Salud y usan medicinas naturales, como los papás de la niña, porque no tienen recursos económicos para el transporte o para los medicamentos”, explica Ramírez.
Según el salubrista, a veces las creencias locales también influyen. El padre le comentó, que pensó que la niña se espantó por el temor que vivió la familia la noche del derrumbe y en el traslado de su casa a otro lugar. La niña, que aún mamaba, halló en la leche de su madre la angustia y los nervios que le enfermaron. La madre, una mujer con voz joven que no deja de acariciar la cabeza de uno de sus hijos, busca la respuesta en el invierno. Sobre todo, ambos pensaban que su hija iba a estar bien.
“A esta hora todavía estaba tomando su Incaparina. Vaya, estuve amamantando todavía a las 6 de la tarde. Yo no sabía que eso iba a pasar. No nos dimos cuenta. Ya no me dio tiempo”, dice.
El sistema mató a María Natalia
El certificado de defunción de María Natalia dirá que falleció de neumonía. No dirá que la neumonía no mata a todas las niñas, solo a algunas. Así como las tormentas no destruyen la totalidad de casas o el lodo de los derrumbes tampoco alcanza a todos para soterrarlos. A María Natalia no la mató la sequía, la pandemia ni las tormentas. La mató el sistema. El que durante 20 meses la ignoró y no resolvió su carencia de nutrientes hasta dejarla indefensa. El mismo sistema que cada año permite que niñas y niños mueran lentamente de hambre en Guatemala, mientras día tras día se registran 80 nuevos casos de desnutrición.
“Lo que mató a la niña fueron todos los determinantes sociales. La pobreza, la multiparidad de la mamá y la falta de educación sexual, la falta de intervenciones de prevención, la falta de acceso a trabajo y educación para los padres. Además de contar con un sistema de salud débil en el primer y segundo nivel de atención, y que no tenemos una política pública de prevención y atención a la desnutrición”, afirma la doctora Zulma Calderón.
El petate y la tela blanca fueron reemplazados por un ataúd pequeño cubierto de satén blanco, donado por AAR. La madre y el padre de María Natalia no tenían dinero para el entierro, entonces, como siempre se ha hecho, entre las y los vecinos juntaron dinero para que la familia pudiera enterrar a la niña.