Su nombre es Carmen Gómez y tiene 63 años. Fue secuestrada en 1982, cuando tenía 24 años. Era suyo uno de los relatos que leyó el juez Miguel Ángel Gálvez en la audiencia, cuando dio a conocer sus motivos para abrir el caso Diario Militar.

Jody García / laCuerda

La primera semana de junio de 2021, en el Juzgado de Mayor Riesgo B, el juez Gálvez leyó el relato de una mujer que fue víctima de secuestro, tortura y violencia sexual durante el conflicto armado interno en Guatemala.

La historia de esta mujer, así como las de otras 183 personas señaladas en el contenido de los documentos, estuvo archivada por décadas. Primero bajo la custodia del ejército y del Ministerio de la Defensa, y luego en el Ministerio Público, que tras años de silencio las sacó a la luz el 27 de mayo de 2021 cuando capturó a 6 militares retirados por el caso conocido como Diario Militar.

Carmen Gómez no llegó a la Torre de Tribunales, pero siguió de cerca las audiencias contra sus agresores. El Estado de Guatemala no ha tomado acciones para garantizar la seguridad e integridad física de Gómez y del resto de víctimas que denuncian las masacres del ejército.

La mujer cuenta su historia a laCuerda sentada en una heladería de la Ciudad de Guatemala. Toma café mientras su hijo la espera. Es una mujer sonriente, reservada y habla con un tono de voz bajo.

Ya no es la misma persona que fue antes de ser secuestrada por el ejército, dice. Nunca volvió a sentirse segura, ni de las personas, ni de su alrededor, ni de sí misma. La tortura a la que fue sometida durante diez días tuvo ese objetivo, anularla como persona. Su proceso de sanación es casi tan largo como su búsqueda de justicia.

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De un día de feria a un centro de torturas

En su juventud Gómez vivía en Amatitlán, un municipio que en los años 80 estaba en auge industrial por la instalación de fábricas, farmacéuticas y maquilas. El movimiento sindical era muy fuerte y ella estaba interesada en la problemática nacional.

En esa época hubo protestas en toda la región metropolitana por el incremento del pasaje del transporte público y Gómez participó en una protesta en Amatitlán. Fue en 1980. Ese día la Policía Nacional (PN) repelió a las personas que manifestaban y la capturó a ella y a su hermano menor argumentando que hacían escándalo en la vía pública. Pese a que en la zona había comisaría, Gómez fue trasladada en un carro sin placas a otro lugar que no pudo identificar.

Al no tener noticias de su paradero, la población vecina empezó una nueva protesta exigiendo que aparecieran.

“La gente quería tomar la municipalidad para que nos liberaran. El movimiento sindical era fuerte y pararon 22 fábricas reclamando por nosotros”, relata Gómez.

Doce horas después, su hermano y ella salieron de la sede de la PN bajo el pago de una multa. Mientras estuvo retenida, ella sufrió tortura psicológica y acoso sexual.

Cuando recuperó su libertad, Gómez pensó que ese era el punto final de la historia. Sin embargo, para el ejército solo era el inicio. Ese día fue fichada y a partir de ese momento fuerzas clandestinas de seguridad empezaron a controlar sus movimientos.

“Después de eso nosotros seguimos la vida normal, pero en enero de 1981 mataron a mi hermano que había estado capturado conmigo, él tenía 19 años. No tenemos mucha información de cómo fue. Lo único que sabemos es que lo quisieron secuestrar y que sufrió un golpe fuerte con una piedra que lo dejó en coma y que falleció tres días después”, cuenta.

La muerte de su hermano devastó a su familia, que no tenía las fuerzas ni los recursos para investigar el motivo del crimen.

Un año después de esa tragedia, en 1982, Gómez conmemoraba junto a otras personas el día de San Lorenzo, el mártir por el cual su comunidad tenía el mismo nombre. Parecía ser el inicio de un sábado feliz.

“Yo salí a la tienda y vi que estaban unos señores y me pareció que no era usual la forma en la que estaban vestidos. Noté que con mucha rapidez se tomaron unas gaseosas y se fueron. Me pareció tan extraño y vi que tenían un carro como a dos cuadras”, recuerda.

Gómez tenía miedo. Eran tiempos difíciles en Amatitlán y Guatemala, dice. Todos los días se escuchaban noticias de personas secuestradas y desaparecidas.

“Mi mamá me pidió si podía ir a una carnicería que estaba allí cerca. Yo caminé tranquila. Justo frente del local apareció el mismo carro y en cuestión de segundos me agarraron del pelo para subirme.  Había vecinos y niños recibiendo clases de física que vieron todo lo que pasó. Me golpearon para meterme al vehículo, yo grité y todo fue muy rápido”, cuenta Gómez, todavía con nerviosismo en la voz.

Dentro del carro le quitaron la blusa y con eso le vendaron los ojos. Llena de miedo e incertidumbre, fue llevada a un lugar del que solo recuerda que era frío y tenía un portón de lámina. Sabía que allí había más personas porque oía sus gritos pero no podía hablar con nadie.

“Allí todo se resolvía con tortura. Fueron días de mucho dolor, de mucho miedo, de sentir la muerte muy cercana”, dice Gómez.

Así como ella, se estima que alrededor de 200 mil personas fueron víctimas de atrocidades cometidas durante el conflicto armado interno en Guatemala.

Aunque Gómez no aparece en el Diario Militar, su historia sí es parte del expediente penal por este archivo que documenta los perfiles que el ejército elaboró de 183 personas a las que consideró enemigas del Estado. Entre las fichas se encontraban 24 mujeres, un niño de 12 años y un adolescente de 15.

Los efectos

Después de diez días de tortura, violaciones, así como violencia física y psicológica de parte de militares, Gómez fue liberada.

Logró salir de ese centro de tortura porque negoció con sus captores.

“Yo tuve que hacer un compromiso para que me dejaran libre. Solo había dos posibilidades, colaborar con el ejército o morir”, recuerda.

Gómez regresó a su misma casa en Amatitlán y durante dos años fue perseguida por el ejército. En ese tiempo se fue a vivir con su tío, Héctor Fernando Gómez Calito, entonces portavoz del Grupo de Apoyo Mutuo (GAM), una organización fundada por familiares de personas detenidas y desaparecidas durante la guerra. El 1 de abril de 1985 él también fue asesinado.

“Ese fue el detonante que me obligó a salir del país”, relata Gómez. Con ayuda de organizaciones solidarias salió al exilio rumbo a Canadá, a un programa para personas refugiadas. Un año después regresó a Guatemala.

“Yo estaba tan hecha pedazos por la tortura y por la muerte de mi tío, por el seguimiento y todo, que no aguanté estar en Canadá. Yo no estaba en la capacidad de tomar decisiones y lo más viable para mi en ese momento fue volver a Guatemala. De regreso los militares solo llegaron una vez, pero lo denunciamos a la prensa y no volvió a pasar”, recuerda.

Aunque ya han pasado más de tres décadas, las heridas de lo que sufrió siguen abiertas, latentes.

“Fue muy difícil. Lo que más me impactó fue relacionarme con otras personas. Me volví una persona bastante desconfiada, bastante tímida, ya no era yo. Tenía muchos traumas y mucho miedo. No sentía por dónde encontrar un camino para volver a empezar. La tortura deja tantos efectos de los que a veces ni siquiera la propia persona es consciente”, describe.

Nunca volvió a sentirse como ella misma.

Ilustración: Diego Orellana

La justicia

Para las y los familiares de las personas desaparecidas y ejecutadas extrajudicialmente en Guatemala, que los nombres de sus seres queridos resonaran en las audiencias en la Torre de Tribunales, significó volver a sentir el dolor de la ausencia. Para Gómez fue recordar el tormento que marcó su vida.

“Todo aquello que viví en aquel tiempo se vuelve a sentir y vivir. Se activa eso que se pensaba lejos o tal vez olvidado pero que resulta que no, que siempre ha estado allí, conviviendo con nosotros. Es el miedo, la tristeza”, dice mientras se le quiebra la voz.

Pero también pasa algo más cuando se acerca la justicia: “Se ve que empieza a salir el sol, que se aclara un poquito la situación, se conoce con certeza parte de lo que pasó”, enfatiza.

Cuando habla de su proceso, Carmen Gómez lo hace en plural. Habla de las personas que conoció en el centro de torturas, en el exilio, de su tío y su hermano asesinados, de quienes no vio en persona pero ha visto en los cientos de carteles con los rostros de desaparecidos.

“Lo que siento es que a pesar de todo hay posibilidades de que este proceso conduzca a la justicia, tardía pero que es justicia que nosotros no tuvimos y los que aparecen en el Diario no tuvieron, que mi tío no tuvo”, señala.

Se le pregunta cuáles son sus herramientas para procesar todo, cómo se prepara para lo que viene en el caso.

“Con atención psicológica, he recurrido a otros procesos de sanación, y ahora constantemente lo hablamos, algo que antes no podíamos hacer. Ver a mi hijo y estar con ellos me ayuda”, concluye.