Mario Marty / Voluntario EUAV, Movimiento por la Paz (MPDL)

Nuestro vehículo avanza por las colmadas calles de la ciudad de Quetzaltenango. El destino, como integrantes de la misión del Movimiento por la Paz en Guatemala, es Tierra Colorada en el valle de Palajunoj, un área rural en el suroccidente de la ciudad ubicada entre el volcán Santa María y el volcán Cerro Quemado. La intención es escuchar las voces de personas defensoras de derechos humanos del lugar.  

El valle se extiende como una prolongación natural de Xela, y es habitado por diez comunidades de origen maya k’iche’ dispuestas a lo largo y ancho del territorio. Las personas subsisten del cultivo del maíz para el autoconsumo, de diferentes variedades de hortalizas, flores y pequeñas concentraciones ganaderas. Leímos que el valle es fértil y que el sustrato volcánico ha generado una tierra con condiciones para albergar una gran cantidad de vida. Mientras nos acercamos, el sol cae a plomo sobre un paisaje desolador. 

Por el camino vemos a dos hombres con chaleco reflectante y escobas, barriendo el polvo acumulado; el origen de este caos es que la montaña está con la ladera descubierta como las entrañas de un animal herido por un mordisco horrendo. 

Foto: MPDL

Al llegar nos encontramos con Natalia. De complexión ancha y fuerte, piel morena, ojos oscuros y profundos, se acerca sonriente andando con energía y la mano tendida. También nos espera Carlos, su marido, quien nos da la bienvenida algo agitado, nervioso ante lo que implica nuestra presencia en su hogar. 

Desde hace treinta años, el valle se ha inundado por la presencia de varias empresas mineras y proyectos extractivos dedicados en su mayoría a la industria cementera. A diario cientos de máquinas explotan las montañas en busca de basalto, andesita, piedra pómez, ceniza volcánica, grava, entre otros minerales. En apenas unos kilómetros, coexisten once proyectos de extracción minera. 

El uso ingente y descontrolado del agua que necesitan las empresas, los cientos de camiones que a diario suben y bajan por los caminos a pocos metros de las casas, con el polvo y el ruido que generan, o las explosiones que agrietan los cimientos de las viviendas, son solo la parte visible de un iceberg gigantesco que destruye la convivencia pacífica de las comunidades. No hace falta rascar mucho más para encontrar aspectos más preocupantes: enfermedades respiratorias, explotaciones ilegales, corrupción institucional, exclusión y división comunitaria, criminalización de la protesta pacífica y por supuesto, violencia en contra de las personas defensoras de Derechos Humanos. El cóctel es conocido, pues los procesos extractivos de Guatemala siguen patrones comunes y bien documentados por organizaciones sociales y medios de comunicación nacionales e internacionales. 

Natalia es una de las tantas defensoras de Derechos Humanos que procuran salvaguardar los bienes naturales, aunque esto signifique ponerse en el punto de mira. En 2018, la comunidad internacional consideró a Guatemala como el país más letal para quienes defienden el territorio, el agua, los bienes naturales y el medio ambiente. Los datos aportan cifras cercanas a una situación de guerra. En su informe 2019-2020, la Unidad de Protección a Defensoras y Defensores de Derechos Humanos de Guatemala (UDEFEGUA) registraba un total de 494 agresiones sólo en ese último año. El 33.4 por ciento de los ataques estaba dirigido contra mujeres, y preocupa gravemente el aumento de asesinatos, actos de tortura, la criminalización y estigmatización. 

Foto: MPDL

La situación adquiere tintes dramáticos en el entorno de los megaproyectos, y lleva años generando un conflicto serio donde subyacen las fallas estructurales que convierten a Guatemala en un Estado de derecho de pega, donde la impunidad, la corrupción, la violencia y el abuso constante de la población más vulnerable amenazan con el colapso. 

La vida de Natalia 

“Yo nací aquí en Tierra Colorada. Mis padres trabajaban la tierra y crecimos en el campo. A mí me gustaba mucho. Donde ahora hay minera, antes mi papá sembraba trigo, maíz, haba, frijol… había muchos árboles y muchos animales”, es todo lo que Natalia se permite decir antes de profundizar en el tema que se ha convertido en el principal eje de su vida: la minera. “Antes los vecinos se llevaban bien. En cambio, ahora es diferente, porque la minera ha dejado mucha discordia, mucho odio y división. Ellos dicen que traen trabajo y desarrollan nuestra comunidad, pero eso es mentira. Para los que trabajan ahí es desarrollo, pero las enfermedades son para todos. Los que trabajan ahí están en nuestra contra, nos dicen que merecemos morir, que no les dejamos trabajar”, comparte.   

Natalia habla de cómo la división comunitaria, muchas veces instigada por las propias empresas, genera una violencia interna que enfrenta incluso a las familias. En Tierra Colorada, solo un grupo de mujeres permanece en la resistencia, apoyadas en silencio por una gran parte del pueblo que no quiere ahondar en la herida. Natalia y su grupo organizan paros y se yerguen desafiantes ante los camiones que se llevan sus bienes, defendiendo con sus cuerpos lo que consideran que es el único camino para la supervivencia de sus familias, e impidiéndoles trabajar, mientras piden una solución a la degradación ambiental y a la violencia que genera la industria. “Tenemos vídeos, fotos del desastre, hemos acudido a derechos humanos, al Ministerio de Energía y Minas, del medio ambiente y otras instituciones competentes, pero ellos vienen a tomar fotos y se van. Nunca nos mandan ayuda o soluciones, vivimos como animales y somos personas, tenemos derecho a la vida y a la salud”, agrega Natalia. 

El 8 de abril de 2019, el Ministerio Público (MP) y la Policía Nacional Civil realizaron diligencias en 11 puntos del valle de Palajunoj investigados por la explotación de bienes naturales. El propio fiscal de la Fiscalía de Delitos Contra el Ambiente del MP, Renato Morales, afirmó que “se tienen investigaciones preliminares con las cuales se establece que todas las extracciones de minerales que se visitaron carecen de licencia de explotación minera y tampoco tienen estudio de impacto ambiental, esto conlleva daños al medio ambiente, lo que representa daños a la salud”.

El testimonio de Morales refuerza el de Natalia, quien cuenta que las empresas mineras actúan con licencias ilegales, producto de la corrupción institucional, y agrava aún más el hecho de que continúen su actividad después de la visita judicial. Además, estas industrias extractivas también han incumplido fehacientemente con el derecho a la consulta previa, libre e informada de toda actividad que genere un impacto ambiental o social en el territorio de las comunidades indígenas. Un derecho indispensable otorgado por el Derecho Internacional sobre los Pueblos Indígenas que está regulado en el convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT). 

Ante todos estos hechos, cabe preguntarse ¿cuáles son las raíces estructurales que permiten a más de diez proyectos extractivos operar con impunidad en el valle de Palajunoj?, cuando los tres requisitos indispensables de toda exploración minera brillan por su ausencia. Sin consulta previa a las comunidades, sin estudios de impacto ambiental y sin licencias firmes, lo que existe es una grave vulneración de los derechos humanos de las comunidades indígenas, que son reprimidas, violentadas y estigmatizadas por alzar su legítima voz en la defensa de su territorio. 

Ilustración: Meli Sandoval

El modelo extractivo: La última transformación

“Las empresas transnacionales vienen a destruir las riquezas que Guatemala tiene. Nosotros no somos pobres, ellos nos han empobrecido. El 15 de septiembre todo el mundo anda con su bandera y cantando el himno nacional y no estamos libres todavía. La invasión existe, son las mineras, los desvíos de río, las hidroeléctricas…”. Natalia explica de esta manera cómo los gobiernos han optado por renovar el impulso de la industria extractiva para “revitalizar la economía”. Según el Banco de Guatemala, la Inversión Extranjera Directa (IED) se concentra en fines agrícolas, mineras y canteras, así como en el sector energético, que ha experimentado un gran auge por el desarrollo de grandes hidroeléctricas en los últimos años. 

Defender DDHH y territorios: El activismo más peligroso 

“Los representantes de la minería intimidan a la gente, y claro la gente se asusta. Nos dicen que una bala es más barata para ellos que parar el tráfico (de los camiones). No somos extorsionistas ni terroristas… sufrimos, pero nadie nos ayuda”. Natalia es clara. Mientras estamos en su casa, la salida de los camiones procedentes de la minera más cercana ahoga el ambiente. El aire huele a polvo y podemos ver cómo se asienta sobre las superficies.

Decenas de camiones se aglomeran en la salida hacia Quetzaltenango. Carlos saca el móvil y empieza a grabar, impertérrito ante los gestos adustos de los conductores. Se ha convertido en un recurso habitual no exento de peligro. A veces los conductores, o sus familias le increpan, le insultan e incluso tratan de agredirlo. –Es la única forma de tener pruebas – dice.

Natalia cuenta uno de los momentos más tensos que han vivido desde que explotaron los enfrentamientos con los trabajadores y el representante de la empresa: “El hombre vino y empezó a insultarnos como de costumbre: ‘son una mierda, se vienen a parar hijos de la gran puta donde no tienen que hacerlo’; se fue a buscar la pistola y entonces yo le dije ‘venite pues cobarde, matáme a mí también’.  El hombre se asustó porque yo sí lo enfrenté y él pensó que yo iba a huir”. Natalia está consciente que cada vez que sale de casa para defender su futuro y el de su familia se juega la vida, pero su convicción es profunda y sabe que es el único camino, ya no hay marcha atrás. “Yo soy defensora, no tengo miedo… si no lucho qué vida les voy a dejar a mis hijos y a mis nietos”, sostiene.  

La lucha de Natalia, como la de cientos de personas más que defienden los territorios y bienes naturales, se enfrenta a una barrera todavía más grande que la violencia directa. Las comunidades en resistencia son calificadas como opositoras al Estado que crea un ambiente hostil, genera un estigma sobre ellas y anima a actuar en su contra. Esta criminalización proviene de las empresas, pero también de diversos funcionarios, autoridades del Estado y medios de comunicación que, abiertamente, han desacreditado a personas defensoras y a sus organizaciones. 

Ilustración: Meli Sandoval

La criminalización por la vía judicial es probablemente uno de los mayores problemas a los que se enfrentan las personas defensoras. La cooptación del sistema judicial en Guatemala ha provocado que numerosos jueces y fiscales colaboren con las empresas que emplean dinero para criminalizar y perseguir los actos de resistencia de las personas comunitarias. Los delitos que se les imputan, generalmente sin pruebas concluyentes, son siempre parecidos: usurpación agravada de tierras protegidas, secuestro, terrorismo, robo agravado, entre otros. La particularidad común es que no existen medidas sustitutivas a la prisión preventiva ante estos delitos, por lo que son utilizados para sacar de la esfera pública a las defensoras y paralizar los movimientos de protesta. 

El accionar de la justicia queda también en evidencia ante la rapidez con la que se dirimen los procesos judiciales dirigidos contra defensoras/es, así como el abuso de la prisión preventiva injustificada, a veces durante años, a los liderazgos de la resistencia. En cambio, las denuncias que presentan las comunidades, pueblos indígenas y personas defensoras se alargan en procesos inacabables que resultan en la no aplicación de respuesta ante sus legítimas demandas y la continuidad de los proyectos extractivos.

La persecución penal y la incertidumbre crean un último condicionante, y es el enorme desgaste monetario (tasas de los juicios, defensa, transporte desde áreas aisladas…) y psicológico. Informes como los presentados por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en 2017, resaltan que muchas personas defensoras presentan cuadros de ansiedad y depresión, ya que una orden de captura equivale a “un encarcelamiento psicológico” que no se ejecuta inmediatamente, sino que se mantiene durante varios años y se reactiva en momentos estratégicos de movilización. En 2017 y según el informe de la CIDH, la región norte del país contaba con más de 500 órdenes de captura vigentes contra personas defensoras. 

En el valle de Palajunoj también se repite este patrón. En 2014, las mineras de la zona comenzaron a criminalizar la protesta pacífica de la comunidad, y como consecuencia, tres mujeres y siete hombres recibieron órdenes de captura. El marido de Natalia sufrió persecución, pasó siete días detenido antes de que lo liberaran por falta de mérito. 

En los territorios en disputa, las empresas realizan diagnósticos y análisis de necesidades e identifican a líderes y posibles causas de conflicto. Trazan estrategias de penetración con el objetivo de allanar el camino ante la implantación del proyecto y consolidar aliados entre la población local. No escatiman en ofrecimientos personales. Todo vale para sumar voces que se enfrenten desde dentro a los previsibles opositores, así provocan enfrentamientos que degeneran en denuncias penales que terminen con los liderazgos. Otra táctica, aún más descarnada, consiste en promover acciones violentas durante las manifestaciones para desestabilizar el territorio y justificar la posibilidad de decretar estados de sitio e intervenciones operativas militares oficiales. 

El uso injustificado de los estados de prevención y excepción en territorios azotados por las disputas en torno a megaproyectos extractivos representa un grave retroceso en la aplicación de la legislación en materia de Derechos Humanos. Durante los estados de sitio, se prohíben derechos fundamentales como el de manifestación o libre circulación, y se permiten detenciones arbitrarias por parte de las fuerzas de seguridad, por lo que se convierte en un puñal para opositores y comunidades en resistencia, que han reportado abusos de todo tipo. 

La connivencia del Estado con los intereses extractivos de las empresas transnacionales y nacionales, va todavía más allá. Guatemala omite su legítimo deber de proteger, hacer respetar y cumplir los Derechos Humanos en el marco de la industria energética. A pesar de llevar desde 2016 en proceso y estar obligado por la sentencia de la Corte Interamericana, en el caso Defensor de Derechos Humanos y Otros vs Guatemala, el país todavía no cuenta con una Política Pública de Protección a Defensoras y Defensores de Derechos Humanos, lo que implica que la investigación, seguimiento y enjuiciamiento de casos se deben coordinar desde diversas instancias de gobierno. 

Actualmente, la falta de presupuesto y personal de estos cuerpos especiales es suficiente señal del desinterés del gobierno. Incluso, desde la División de Protección de Personas y de Seguridad de la PNC, no se cuenta con un manual unificado para hacer frente a los ataques, y la Instancia de Análisis de Patrones de Ataques contra Defensores de Derechos Humanos del Ministerio de Gobernación refiere “no haber verificado la existencia de un patrón de ataques contra defensoras y defensores de derechos humanos”. 

La realidad de Natalia y su familia, así como la de tantas otras comunidades indígenas en resistencia, no cuadra con la visión que trata de imponer el Estado. Para ser uno de los países con mayor cantidad de población indígena del continente, Guatemala no tiene un marco de protección de los derechos indígenas propio, sino que la legislación vigente proviene de convenios y tratados internacionales. Fundamentalmente de dos; el convenio 169 de la OIT sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes (1989), ratificado tras la firma de los Acuerdos de Paz, y la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas (2007), en los que Guatemala tomó parte activa para su debate y constitución. 

Estos acuerdos son la base para desarrollar políticas específicas adaptadas a los contextos de cada país, sin embargo, en Guatemala persisten enormes vacíos institucionales y legales en materia indígena, cuyo desarrollo ha sido constantemente torpedeado. Esta es la razón por la que la situación de estos derechos se encuentra en un limbo legal; existen, pero no se tienen en cuenta. 

Aquí está la raíz más gruesa del conflicto entre comunidades, Estado y empresas extractivas, ya que entronca directamente con los derechos relacionados con el territorio ancestral. Tal y como recoge el artículo 26 de la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, estos “tienen derecho a las tierras, territorios y recursos que tradicionalmente han poseído, ocupado o utilizado”, así como a “poseer, utilizar, desarrollar y controlar las tierras, territorios y recursos que poseen en razón de la propiedad tradicional”. El artículo añade que “los Estados asegurarán el reconocimiento y protección jurídica de esas tierras, territorios y recursos”. 

La práctica de desalojos forzosos sigue siendo habitual y es la mecha que prende los sucesos más sangrientos. De igual forma, la seguridad privada contratada por las empresas extractivas ha protagonizado casos de agresiones y asesinatos, y es usual que los responsables pertenezcan a estructuras ex militares y paramilitares con experiencia en la contrainsurgencia. Se han destapado en estos tiempos estructuras criminales que usurpaban la tierra ancestral de campesinos de forma violenta para venderla después a empresas transnacionales con intereses extractivos.

El derecho al territorio no se refiere únicamente a una posesión material, sino que se asienta sobre la espiritualidad maya y su cosmovisión del mundo, en particular en su relación con la Madre Tierra. El artículo 25 de la citada Declaración hace referencia a este hecho: “los pueblos indígenas tienen derecho a mantener y fortalecer su propia relación espiritual con las tierras, territorios, aguas, mares costeros y otros recursos que tradicionalmente han poseído, ocupado y utilizado, y a asumir las responsabilidades que a ese respecto les incumben para con las generaciones venideras”. El territorio no se concibe solo como algo geográfico, ya que abarca dimensiones de arraigo, cultura, tradiciones y continuidad generacional.   

“Nosotros somos originarios de aquí, y a veces nos dicen indias. Yo no soy india, soy indígena orgullosamente. Aquí tengo mis plantas, les vengo a cantar, y cuando veo todo el desastre que está allá, le digo a la tierra que me perdone porque no puedo defenderla…y agarro la tierra y le digo que… (solloza) me dé fuerzas porque es lo único que yo puedo hacer”, agrega Natalia. 

Ilustración: Meli Sandoval

Jugando con el miedo

Pese a la afectación de Derechos Humanos y a los grandes impactos sociales y ambientales, la población indígena del valle de Palajunoj no ve los beneficios que los responsables de los proyectos mineros se afanan en promocionar, ni en términos de aprovechamiento de los bienes explotados ni tampoco de mejora de sus niveles de desarrollo social y comunitario. De hecho, han empeorado. 

Los costes medioambientales para el valle de Palajunoj también son caros. La desaparición de montañas y árboles ha hecho disminuir las lluvias y la sequía arrecia. La tierra está agotada y los cultivos se pudren o se secan mientras que el polvo se atasca en las gargantas de los animales y los ahoga, acabando con la fauna y disminuyendo las reservas alimentarias de las personas, ya de por sí precarias. Cuando llueve lo hace torrencialmente y eso crea una complicación más. Ante la debilidad de la tierra removida, los deslaves destruyen casas comunitarias y enlodan las calles, imposibilitando la circulación de vehículos, destruyendo cañerías y lo peor, inundando amplias áreas de las comunidades. En ocasiones, estas han llegado a afectar las áreas urbanas de la ciudad de Quetzaltenango, pero la municipalidad no toma cartas en el asunto. 

Las estrategias de comunicación de las empresas sirven para encubrir la conflictividad socioambiental. Recientemente y en pleno azote de la pandemia de Covid-19, las mineras repartieron víveres, lo que es parte de los programas de salud o educación que suelen utilizar para ampliar la aceptación de la población local, aunque normalmente solo benefician a familiares de sus trabajadores. Pese a que la pandemia paralizó todo tipo de actividades económicas durante los toques de queda decretados por el gobierno, las mineras del valle de Palajunoj (y del resto del país) siguieron operando. Otro ejemplo claro de la influencia de los grandes grupos económicos en las decisiones ejecutivas de Guatemala, aún a riesgo de la salud de las personas.  

Foto: MPDL

Hasta el final

La pandemia ha generado todavía más dificultades para la defensa de los Derechos Humanos y está dejando espacio libre para los perpetradores de la violencia, ante la complicidad o inacción del gobierno. 

Cada vez hay mayor preocupación en la comunidad internacional y en las organizaciones sociales por la responsabilidad de los Estados de origen de las empresas transnacionales respecto al impacto que tienen en los Derechos Humanos. Ya existe consenso internacional para regular sus acciones a través de los Principios Reguladores de Empresas y Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Aquí se recoge la obligación del Estado de ofrecer protección frente a los abusos de Derechos Humanos, la obligación de las empresas de respetarlos y actuar con la debida diligencia para no vulnerar los derechos de terceros, y la mejora en los accesos a reparaciones cuando el daño no se haya evitado. A pesar de la creciente unanimidad, el principal problema es que son voluntarios y no obligan realmente a los actores a cumplir sus recomendaciones, lo que implica la ausencia de mecanismos para hacerlos efectivos. 

El 30 de agosto de 2019, las comunidades de Xepaché, Llanos del Pinal y Tzam Pojom, asentadas en el valle de Palajunoj, dieron a conocer la sentencia de la Corte Suprema de Justicia a favor del amparo interpuesto en contra del Ministerio de Energía y Minas, por la violación del derecho a consulta en el caso de la cementera Fábrica de Artículos de Cemento “Block de Rosa”, que operaba en la zona. La sentencia paraliza la actividad de la compañía y sienta un precedente histórico en la lucha de las comunidades indígenas del valle en la defensa de su territorio. Estas poblaciones, a tan solo cuatro kilómetros de Tierra Colorada, son el faro que ahora ilumina el horizonte de la resistencia de Natalia y sus compañeras. 

En febrero de 2019, la población del valle demandó a las empresas mineras por delito de extracción ilegal de bienes naturales, contaminación industrial, incumplimiento del plan forestal y cambio del uso de la tierra sin autorización. La denuncia contó con el apoyo de la Comisión de Transparencia y Probidad del Congreso y su presidente, el diputado Amílcar Pop, y fue respaldada por los 24 representantes de la Coordinadora de Alcaldes Comunitarios de Quetzaltenango. 

El futuro del valle de Palajunoj y de quienes lo protegen, sigue en la cuerda floja. Cabe pensar que la movilización de las personas comunitarias traerá consigo una nueva oleada de conflictos, y la pregunta que resuena en el silencio que nos acompaña en el coche de vuelta a la ciudad es ¿hasta cuándo? Natalia lo tiene claro: “hasta el final”.

Finalmente, con su coraje inabarcable concluye: “Que cada rincón del mundo que vea que destruyen sus montañas, su barrio, su territorio, su comunidad… que no lo permita. Que se organicen, que no dejen entrar las máquinas que derriben las montañas porque es triste lo que hacen con la Madre Tierra. Si nosotros hubiéramos hecho eso al principio hoy seríamos felices como antes”.