Ana Cofiño/laCuerda

Desde las primeras reseñas que ví sobre este libro, lo dejé como una posible lectura en la tablet que, por cierto, no es mi plataforma preferida. Pero una amiga me lo prestó en la versión impresa, y no tardé ni cinco días en leerlo, movida por ese relato de muchas capas que me remite a Guatemala, a la generación de hijas e hijos de revolucionarias que nos sigue en la línea de reproducción de la vida.

Las primeras frases directas, en primera persona, nos ponen frente a una mujer que se identifica visceralmente con sus raíces venezolanas, con su familia propietaria de tierras; y con su familia paterna francesa, la abuela principalmente, una mujer que se mueve a altos niveles de la política y la sociedad. 

El relato parte desde sí misma, desde la interpretación que construye de las distintas herencias recibidas, y de sus propias elecciones. Es una narración personal que se sitúa en los años sesenta a ochenta, escrita por la hija de Elizabeth Burgos, antropóloga venezolana y de Regis Debray, intelectual comprometido con las revoluciones latinoamericanas, descendiente de una familia ligada al poder político en Francia.

Los tiempos, lugares y personajes de los que nos habla, que van desde la juventud de su padre, las guerrillas latinoamericanas, la revolución cubana, su inefable abuela paterna, hasta la llegada al poder de los socialistas, son hitos en la historia del siglo veinte, en el escenario de la Guerra Fría. La autora, como su generación, es producto de ese contexto en el que hubo cuestionamientos al capitalismo, a la familia burguesa, a la autoridad y al poder. Años en los que el sueño de la igualdad encarnó en las multitudes del mundo, y que ella observa ahora, desde su posición particular, críticamente.

Hija de jóvenes involucrados en las movilizaciones de su tiempo, recibe los efectos y las influencias de éstas y de las personas que las constituyeron. Laurence Debray es integrante de una generación que en distintas partes del mundo padeció abandonos, rupturas, miedo, pérdidas, así como también vivió experiencias vitales enriquecedoras. Es un hecho que muchos de quienes hoy están en la mitad de la vida o más allá, viven la militancia, el exilio, el desarraigo, la violencia, el retorno, la posguerra y más recientemente, la implantación de la corrupción y la impunidad, no siempre por elección, sino porque eso les tocó, como fruto de las elecciones de sus familias o como destino.

Laurence Debray hace juicios sobre el comunismo, sobre el poder, sobre las relaciones familiares, y se hace preguntas que nos tocan, porque evalúan los valores y las consecuencias de ese involucramiento político y personal. Creo que, de alguna manera, es un balance que muchos han intentado realizar: ¿Cómo me afectó?, ¿Valió la pena? ¿Qué falló?, y aunque ella lo aborde desde su declarada oposición a lo que sus padres representaron, reconoce hechos que son fenómenos sociales inescapables. 

Me parece que Laurence Debray encarna la construcción de una identidad en la negación, algo que sucede con frecuencia cuando la descendencia reniega de los valores familiares. “Tengo la desventaja de estar convencida de los estragos que provoca el compromiso político en la existencia.” Y agrega: “los ideales no me hacen soñar: soy pragmática, realista y me baso en los hechos.” Yo pregunto: ¿Acaso no cuestionamos, chocamos o rechazamos en algún momento las formas en que nuestras familias nos quisieron educar? ¿Reconocemos en nuestras vidas lo que las decisiones y actos de nuestras familias determinaron? ¿Asumimos que lo personal es político?

Debray trata de reconstruir su propia historia a partir de lo que descubre sobre sus padres y su entorno. Y con sentido del humor, se burla de sí misma por emprender semejante tarea cuando está iniciando la experiencia de la maternidad. Allí es importante decir que justo en esos momentos es cuando solemos preguntarnos de dónde venimos, tanto genética como ideológicamente. Y eso -me parece- es lo que ella trata de descubrir. 

La madre publicó un relato biográfico titulado Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia [2], libro que en Guatemala circuló clandestinamente, luego en múltiples ediciones pirata y copias de copias, y que además generó no pocas polémicas. La autora nos permite acercarnos a las circunstancias en que ese testimonio se elaboró. Nos da elementos para acercarnos al testimonio desde París, donde el relato de la joven kiché se fue desarrollando. Aquí también hay puntos sobre los que el debate no se ha cerrado.

Laurence, al irnos encaminando en su investigación, va haciendo declaraciones con la mayor franqueza: “…hay cosas que prefiero ignorar”. Describe su estancia en Cuba, como pionerita, educándose en las carencias materiales y en la retórica de la revolución. Cuenta su paso por el sur de España, y su trabajo en Estados Unidos, y cómo escribió su libro sobre el rey Juan Carlos I de España, hoy absolutamente desprestigiado. Me parece que la autora es muy honesta al publicar sus sentimientos y juicios sobre su familia y sobre su papel en ese mundo, independientemente de que nos guste o no su postura.

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Son conocidos muchos casos de hijas e hijos de revolucionarios cuyas vidas no siguieron sus pasos o que tampoco tuvieron desenlaces felices. Hubo quienes padecieron traumas imborrables y prefirieron distanciarse de la política, o inclusive, se pasaron “al otro bando”, colaborando con los militares o grupos de derecha. También hay algunas personas que eligieron no saber, olvidar, cortar por lo sano. Y están también, quienes se han comprometido con la búsqueda de justicia y el paradero de sus familiares, la recuperación de las memorias, y en las necesarias transformaciones sociales. Aquí no se trata de juzgar, sino de asumir que en la militancia política hay conflictos y que la herencia revolucionaria no es lineal, hay desvíos, disyuntivas, obstáculos que afectan de maneras diferentes a quienes los enfrentan.

Considero que la lectura de este libro es necesaria porque motivará muchas discusiones entre quienes se sientan aludidas o reflejadas, tanto en nuestro continente, como al otro lado del Atlántico. A más de 50 años de aquellos agitados tiempos, las nuevas generaciones analizan ese periodo desde sus presentes, con sus propios referentes y criterios. De eso se trata, de seguir desentrañando los hechos del pasado, desde diversas perspectivas, para evitar repetir los errores y aprender las lecciones que la historia nos ofrece, no sólo en el espacio de la política, sino en lo personal, que es donde la historia se siente en la piel.

 

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  1. Laurence Debray, Hija de revolucionarios, Anagrama, Barcelona, 2018.
  2. Elizabeth Burgos, Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia, Siglo Veintiuno editores, México, 1985