Andrea Tock / Investigadora social feminista

El capitalismo industrial y el colonialismo nos están enfermando, literalmente.

No encuentro inusual oír a personas en mi entorno quejarse de la inflamación que sienten en sus estómagos luego de comer ciertas comidas. A mí, por ejemplo, basta con imaginarme tomando un vaso de leche o comiendo más de una bola de helado, para sentir el dolor generado por la inflamación. 

Pero estos síntomas, que podrían parecer insignificantes en principio, hablan de un problema que no es individual sino sistémico y global. Como dicen Raj Patel y Rupa Marya en su libro Inflamed: Deep Medicine and the Anatomy of Injustice (Inflamada: Medicina profunda y la anatomía de la injusticia), la inflamación está relacionada con los alimentos que comemos, el aire que respiramos y la diversidad de microbios que viven dentro de nosotrxs, que regulan todo, desde el desarrollo de nuestro cerebro hasta el funcionamiento de nuestro sistema inmunológico. Está relacionado con la cantidad de eventos traumáticos que experimentamos de niñxs así como con los traumas que sufrieron nuestros antepasados. Está conectado no solo con el acceso a atención médica, sino también a los mismos modelos modernos de salud. 

La oposición al capitalismo industrial y al colonialismo pasa, literalmente, por el cuerpo. Son estos sistemas de opresión, que exacerban eventos como la pandemia de COVID y evidencian las disparidades raciales, nacionales y económicas de la misma. Nuestros cuerpos, nuestras sociedades y el planeta, están inflamados. Ejemplos de esto son el aumento de enfermedades inflamatorias como los trastornos gastrointestinales y el asma; los levantamientos masivos en todo el mundo en respuesta al racismo y la violencia sistémica; así como el número creciente de refugiados climáticos. 

Las consecuencias del colonialismo no están solo presentes en las instituciones estatales que se prolongan en el tiempo, ni tampoco solo en las históricas construcciones estatales. Las consecuencias pueden verse, aunque en principio menos evidentes, en la alterada biología de las comunidades subyugadas. 

Existe buena evidencia de que, en los primeros años de vida, las características de la pobreza y la opresión inducen cambios de por vida en nuestras hormonas y tejidos, alteraciones que conducen a un desarrollo anormal de órganos y, por lo tanto, a enfermedades como la diabetes tipo 2, enfermedades cardiovasculares, enfermedad renal, obesidad, hipertensión y osteoporosis en la vejez. Estas son alteraciones que no solo persisten a lo largo de la vida de una persona, algunas serán transmitidas a las generaciones futuras. 

En otras palabras, el tipo de exterminación de la vida que se puede observar en el medio ambiente “allá afuera”, también está ocurriendo en nuestras entrañas, “aquí adentro”. Nuestros microbiomas (la colección de microorganismos que viven en conjunto e interactúan entre sí en un entorno contiguo) están siendo exterminados y la única forma en que las cosas dentro de nosotrxs se mantengan vivas es a través de una relación con el mundo exterior. No podemos únicamente mejorar nuestra alimentación para poblar nuestro microbioma y darnos por satisfechxs. Si el mundo que nos rodea está enfermo, entonces no hay cantidad de biodiversidad dentro de nosotrxs que sane ese mundo exterior y sostenga la vida dentro de nosotrxs. El microbioma “dentro de mí”, no es mío y no es quien soy, sino es un millón de cosas diferentes. Por eso, el pensamiento colonial, con el hombre en el centro, vuelve a ser desmentido: el microbioma del intestino se convierte en un reflejo vivo de todo un sistema de atención y de todo un sistema de relaciones con el mundo que te rodea. Contenemos multitudes. 

Nunca fuimos excepcionales

¿Quiénes somos? ¿Quién soy? ¿Soy? Estas preguntas clásicas del pensamiento moderno pueden resonar nuevamente cuando nos alejamos del excepcionalismo humano y comenzamos a darnos cuenta de que esto que creo ser es una variedad de organismos vivos que funcionan en red y en conexión. Somos, también, los microbios, los gérmenes y los virus.  

Los pueblos indígenas en diversos lugares del mundo son quienes parecen no haberlo olvidado. Y no porque de una forma romantizada sean pueblos especiales o místicos, sino porque las diversas resistencias a la colonización han producido sistemas de pensamiento con una mayor sintonía hacia la reciprocidad y la armonía con otras especies, en lugar de una llana dominación sobre éstas. El aparente control sobre los gérmenes, los virus, y la vida se contrapone a la hospitalidad y cuidado de la tierra y la red de la vida, afuera y adentro.

Hay sociedades que poseen una diferente orientación acerca de cómo entendemos el yo y a los otros, y además tienden a tener una microbiota más diversa. Entre más biodiversidad en la microbiota de las entrañas y más microorganismos en la piel existan, también existe una mayor protección a los cuerpos de las personas.

El microbioma es el efecto de un sistema de relaciones y es ahí donde una perspectiva más transformacional es necesaria. Para poder tener este bioma transformador dentro de nuestro cuerpo, debemos cambiar las relaciones sistémicas sobre los ecosistemas en los que vivimos, en las regiones donde vivimos y la sociedad en la que vivimos. 

El estrés de vivir con deudas, inestabilidad laboral, políticas racistas y patriarcales, así como vivir en un desierto de alimentos, donde únicamente tenemos acceso a comidas con pesticidas y tóxicos, es común para la mayor parte de las personas en regiones urbanas. Entonces, ¿cómo creamos un ambiente mucho más saludable que pueda permitir un hermoso, rico y diverso bosque dentro de nosotros? Entre más cambios sistémicos, menos inflamación tendremos.