Andrea Carrillo Samayoa /laCuerda

Entre cerros, montañas y a las orillas del río Chixoy, en Cobán, Alta Verapaz, se encuentra CopalaAA La Esperanza, una comunidad de población retornada; personas víctimas de los 36 años de la guerra interna que tuvieron que refugiarse, principalmente en México, y que con el tiempo pudieron regresar al país.

Así llegó la familia de Rosenda, la protagonista de esta historia, a CopalaAA. “Mis padres son originarios de Huehuetenango, pero ellos fueron víctimas del conflicto armado, tuvieron que irse a México, luego retornaron a otra comunidad; después se buscó está finca que actualmente se llama CopalaAA La Esperanza, y aquí nos asentamos”. 

Desde que las familias llegaron, se organizaron para decidir la extensión de tierra de cada quien, para definir los límites de los terrenos y para tomar las decisiones que permitirían iniciar la vida comunitaria hace más de dos décadas. 

Es esa trayectoria e historia organizativa la que marca la vida de Rosenda Felipe Ortiz, una joven originaria de CopalaAA La Esperanza, que habla de su comunidad con orgullo y alegría: “Aquí es muy bonito porque hay ríos alrededor y toda la fruta que necesitamos. Se puede conseguir todo lo que es natural. La mayoría tiene sus huertos familiares, así no salimos a otros lugares a comprar. Nosotros consumimos lo que es natural, aprovechamos de la tierra”.  

Ha sido, sin duda, la organización comunitaria lo que ha permitido mejorar las condiciones de vida de las mujeres y hombres de CopalaAA. 

El camino de la luz

Desde antes de que naciera Rosenda, la vida en la comunidad transcurría con la luz de la luna, las velas y las luciérnagas, “mis primeros 24 años fueron sin energía eléctrica”. Durante todo ese tiempo, el único sonido que se escuchaba al oscurecer era el de las cigarras que, cuando los machos dejan de percibir la presencia humana, comienzan a llamar a las hembras y no paran de estridular.   

Pero las cosas han cambiado desde algunos meses. La comunidad trabajó de manera organizada durante casi siete años para lograr la energía eléctrica. 

Conjuntamente con el Colectivo MadreSelva, una organización ecologista con más de 20 años de trayectoria en el país, decidieron andar el camino de la luz. 

Al inicio del proyecto, la gente tuvo que organizarse para aportar, con jornales de trabajo y compra de materiales, al proyecto que les permitiría generar su propia electricidad por medio de una turbina hidroeléctrica y un sistema de paneles solares. 

“Nos organizamos y lo logramos”, dice Rosenda, quien además agrega: “Estamos alegres, andar en la oscuridad no es lo mismo que andar cuando ya hay algo de alumbrado. A las mujeres nos favorece, ahora cuando nos levantamos por la mañana a hacer la comida, prendemos la luz.  Para estudiar también ahora es mejor, antes era con candela y siempre estaba el temor de descuidarse y que agarrara fuego todo. Las cosas están mejorando”.  

“Quise saber cómo trabajar con la energía”

Si bien, el pasado 28 de febrero se lograron prender los primeros focos, el trabajo no ha concluido. La organización es permanente “para que esto siga funcionando”, aún hace falta llegar a todas las viviendas, pero, además, y, sobre todo, este proyecto de luz comunitaria requiere mantenimiento. 

Durante el proceso de construcción, el equipo de MadreSelva anunció que iba a necesitarse un equipo de electricistas para garantizar el funcionamiento de la turbina hidroeléctrica. Al llamado respondió sobre todo la juventud, seis mujeres se inscribieron en las capacitaciones. 

Rosenda fue una de ellas. “Desde que dijeron que se iban a necesitar los propios electricistas, yo dije que iba a recibir los cursos. Como soy madre soltera, le pedí ayuda a mi familia para que cuidaran a mi hija y me apoyaron. Yo quería saber que era trabajar con la energía”.  

Involucrase en un oficio que ha sido designado a los hombres, no es cosa fácil sobre todo en una comunidad que, como el resto del país, está marcada por el machismo.

“Al inicio empezamos seis, pero después creo que a ellas el tiempo no les prestó, no tenían una buena comunicación con la familia, se echaron para atrás y no pudieron seguir. Cuando se fueron saliendo, me dio un poco de miedo porque solo iba quedando yo, pero decidí echarle ganas, ‘aunque no estén ellas yo voy a seguir’, fue lo que pensé. Y aquí estoy, soy la única que sigue todavía”, comenta entusiasmada Rosenda. 

El equipo de electricistas que se encarga del mantenimiento de la turbina está integrado por ocho hombres y Rosenda. 

Sus compañeros, dice, la respetan y apoyan. Han logrado organizarse para coordinar las jornadas laborales y de mantenimiento, que es un aporte comunitario para que este proyecto de soberanía energética siga su curso. 

“Somos 9 y ella juega un papel importante. Es motivante verla y demuestra que no solo los hombres podemos hacer actividades como estas. Rosenda se atrevió a dar un paso que quizá muchas hubieran querido, pero en muchas casas se inculca que el trabajo de las mujeres es la cocina”, señala Aldo uno de los jóvenes electricistas. 

La comunidad se ha preocupado, sobre todo la juventud, para que las condiciones de las mujeres mejoren, cuenta otro de los compañeros de Rosenda. “Estamos haciendo cosas para que poco a poco las ideas cambien. Ahora ellas se involucran en las autoridades comunitarias”, añade José. En el COCODE, por ejemplo, participan tres mujeres, y desde hace cuatro años, una de ellas es su presidenta. 

“La gente habla por hablar, hay quienes dicen que salgo a buscar hombre, pero yo ya no presto atención porque me gusta lo que hago”, dice Rosenda. 

Ahora cuando oscurece en CopalaAA, no es que ya no se escuche el chillido estridente de los machos queriendo atraer a las cigarras hembras, pero el sonido ahora se diluye con las pláticas de quienes anochecen platicando a la luz de algún foco o con la bulla de la licuadora en alguna cocina. “Me siento orgullosa y ahora ya sé dónde va el positivo y el negativo”, concluye Rosenda.