Ana Cofiño / laCuerda

Entre feministas hemos cuestionado las concepciones utilizadas por las ciencias y la cultura para definir/organizar a las sociedades. Gracias a ese ejercicio crítico se han resignificado muchos términos que hacen visibles las opresiones características de los sistemas de dominación. Las interpretaciones sobre el mundo que la cultura impone son eminentemente patriarcales en tanto ponen en el centro del universo a los hombres, concebidos como seres superiores. Desde esa óptica machocentrista, lo político es el espacio público, las instituciones, los cargos y las leyes por medio de las cuales se establece un ‘orden’ y donde se toman las decisiones que afectan al conjunto de la sociedad. Ese ámbito de poder sigue siendo ocupado mayoritariamente por hombres, no sólo en el Estado, las finanzas y las empresas, sino en las iglesias, las familias, las academias, las artes y los medios de comunicación. Esa omnipresencia masculina se mantiene a lo largo de los siglos por la vía del control, las amenazas, la fuerza y las armas, o sea la violencia. 

En las antípodas ubican a ‘lo privado’ que se equipara a lo personal, como los deseos, sueños y sentimientos, y a lo doméstico, donde se realizan las tareas necesarias para la reproducción de la vida, consideradas de menor valor, y atribuidas a las mujeres, encarnación de ‘lo femenino’, asociado a la debilidad. La separación simbólica y material de lo público y lo privado ha sido el argumento fundamental para sostener -con todos los tipos de violencia- la subordinación de más de la mitad de la humanidad. 

Entender los mecanismos por medio de los cuales se ha excluido a las mujeres del juego de poder ha permitido a algunas evadir los cercos que nos obligan irremisiblemente a ser cocineras, limpiadoras y cuidadoras; abrir las avenidas para crear y compartir conocimientos; a sobrevivir a todo tipo de abusos y, sobre todo, a decidir sobre nuestras vidas. Los avances dados en ese sentido son resultado de luchas políticas, colectivas, organizadas por mujeres. Es importante tener claro entonces que la política se realiza en todo lugar donde haya relaciones de poder, y éstas están presentes también en la intimidad. Y que como venimos repitiendo desde los setenta, lo personal es político, porque las injusticias que se viven cotidianamente y de forma masiva, en todos los espacios, son problemas políticos que atañen a toda la sociedad.

La violencia, base de esas relaciones desiguales, tiene muchas caras y se expresa sutil o bestialmente. Su rasgo esencial es que lastima, afecta la dignidad de las personas que la padecen. La violencia ejercida contra las mujeres abarca sus vidas enteras, puesto que desde que nacen hasta que mueren, se las trata como objetos, y, por tanto, pueden ser sujetas de ataques sexuales, así sean ejecutivas, gobernantes, millonarias. 

Guatemala es un Estado clasista-patriarcal-colonialista, es decir, racista, destructor, excluyente, y por ello, las violencias sobre las que se sostiene, se exacerban contra mujeres indígenas y personas catalogadas como ‘diferentes’. Los obstáculos puestos a la mayoría de mujeres para disfrutar sus derechos son violencia política porque son sistémicos, estructurales, inherentes a la organización económica, política y social.

La violencia ejercida específicamente contra quienes se integran a partidos y organizaciones de la sociedad civil, quienes ejercen cargos públicos o se posicionan en oposición al régimen, tiene rasgos distintivos cuando se aplica a las mujeres, atacando con mucha frecuencia a su sexualidad, supuestamente asentada en lo personal. De nuevo, nuestra frase demuestra su vigencia cuando se las insulta o menosprecia por sus actuaciones públicas. La violencia que impide a las mujeres acceder a puestos de decisión es tan política como lo es la que sufren las defensoras de los territorios. Es cierto que los métodos usados en su contra pueden ser distintos, pero la intención y el efecto son los mismos: despojarnos de nuestra capacidad y derecho a decidir, aplacar las rebeldías y seguir reproduciendo un sistema a todas luces nefasto.

Política sexual y violencia política

Aunque han pasado cincuenta años desde que Kate Millet publicara su libro Política sexual, éste sigue siendo un referente necesario por sus planteamientos revolucionarios. Allí dice verdades tan directas como: “El coito no se realiza en el vacío, aunque parece constituir en sí una actividad biológica y física, se halla tan firmemente arraigado en la amplia esfera de las relaciones humanas que se convierte en un microcosmo representativo de las actitudes y valores aprobados por la cultura.”¹, ideas que valieron para que su familia la ingresara en un sanatorio psiquiátrico después de la publicación de Sexual Politics. La frase subraya el nexo que existe -por mucho que lo nieguen- entre la sexualidad de las mujeres y la política. 

El ejemplo más cercano está en el gobierno actual, enfrascado en poner en práctica una ley de protección a la familia patriarcal que pretende imponer una política sexual misógina y fundamentalista que niega la existencia y por ende los derechos de personas diversas. La política sexual del Estado de Guatemala, para volver a decirlo, constituye una aberración basada en una extensa serie de violaciones a los derechos de las personas en todos los ámbitos de la vida. Evidentemente, las mujeres y las personas feminizadas están en la mira como potenciales subvertoras y enemigas del orden. 

Sabido lo anterior -por experiencia o por estudio- las mujeres y las feministas han construido sus madrigueras para la resistencia, así como herramientas para el desarme de los ejércitos patriarcales y sus teorías y políticas sexuales. Entre las mujeres de las áreas rurales, se ha experimentado en carne propia que las que se atreven a cuestionar a las autoridades, las que denuncian abusos familiares, las que exigen seguridad para sus familias, las que se niegan a obedecer, son tildadas de locas, putas, guerrilleras. Y eso tiene consecuencias, sobre todo en comunidades infectadas por los odios fundamentalistas. De ello nos habla el artículo de Silvia Trujillo en esta misma sección.

 

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1  Kate Millet, Política sexual, Ediciones Cátedra, Madrid, 2010, pág. 67

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La política como “cosa de hombres” es violencia

Silvia Trujillo / laCuerda

…cuando se habla de violencia política, debe quedar claro que usarla es ilegítimo, contraproducente, antidemocrático y un crimen.

 Otilia Lux

Se acerca un nuevo proceso electoral en el país, uno que ya se avizora con muchos cuestionamientos y dudas sobre la transparencia y el respeto a las leyes del juego democrático. Las mujeres, quienes desde 1992 vienen demandando al Estado que la Ley Electoral y de Partidos Políticos sea reformada para permitir la participación más equitativa, no lo han logrado y tendrán que volver a ser parte de la contienda en un contexto muy hostil y enfrentando diversas formas de violencia política en su contra. El hecho de que existan dos o tres mujeres “autorizadas” no les facilita el camino a las demás. Por el contrario, refuerza estrategias patriarcales porque las acepta y autoriza en tanto y en cuanto jueguen con las reglas del sistema de dominio. 

¿Qué es la violencia política contra las mujeres políticas?

La Ley Modelo Interamericano Para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra las Mujeres en la Vida Política (2017) la define como “Cualquier acción, conducta u omisión, realizada de forma directa o a través de terceros que, basada en su género, cause daño o sufrimiento a una o a varias mujeres, y que tenga por objeto o por resultado menoscabar o anular el reconocimiento, goce o ejercicio de sus derechos políticos… puede incluir, entre otras, violencia física, sexual, psicológica, moral, económica o simbólica”.  Pero no sólo, Alanís Figueroa citada por Flavia Freidenberg 1 agregó que la violencia política hacia las mujeres comprende todo eso y además la tolerancia a esas acciones u omisiones que menoscaban o impiden su participación política.  Esta manifestación específica de violencia persigue silenciar a las mujeres, desmotivarlas, amedrentarlas para que se retiren y con ellas sus demandas y propuestas no permeen la agenda política. Además, al descalificarlas no solo se les niega el reconocimiento del ejercicio de poder, sino que se afecta su ejercicio de la función pública.

¿Cómo reconocerla?

En el país no existe un tipo penal que englobe esta forma de violencia. Por eso es importante reconocerla, porque estas prácticas no deben normalizarse como parte del juego político. En la medida que se nombre como violencia se la reconoce como un problema que hay que enfrentar y resolver. 

Generalmente es ejercida por hombres que ven a las mujeres como aquellas que han roto con su mandato de obediencia, sumisión y sus roles asignados en el ámbito doméstico. Al salir del rol tradicional aceptado y ocupar los espacios que los hombres históricamente han considerado suyos, las perciben como una amenaza a sus privilegios históricos, como el enemigo a conjurar. De manera que el objetivo de las agresiones es retomar el “equilibrio” tradicional, es decir, devolver a las mujeres a la invisibilidad y exclusión a la que han estado sometidas históricamente. Los net centers han sido señalados también como agresores, sobre todo, en los últimos años, cuando la violencia digital se ha exacerbado. Es sistemática y permanente, no se produce solamente en el contexto electoral, aunque sí se vuelve más explícita y brutal en ese lapso. Incluye violencia psicológica, física, sexual, económica y simbólica. Si bien es cierto que cualquier persona que participe en la contienda electoral puede enfrentar violencia en su contra, hay manifestaciones distintas contra unas y otros: ellos generalmente reciben violencia física, mientras que las mujeres son víctimas de abuso psicológico, sexual, intimidación, amenazas a ellas y su familia, silenciamiento público, exclusión física de los lugares de toma de decisiones, cuestionamiento de acciones tomadas, e incluso, agresión física directa. En los últimos años, se ha sumado la criminalización como una expresión más de este tipo de violencia.

Tal como plantea Jules Falquet: “Muy lejos de ser un fenómeno dolorosamente incomprensible o un lamentable ´desborde´ de crueldad individual, aparece, al contrario, como una verdadera institución que vincula la esfera privada con la esfera pública, lo ideológico/psicológico con lo material, y constituye un poderoso mecanismo de reproducción de las relaciones sociales.”2 Es decir, un claro instrumento, muy bien planificado, para mantener las estructuras de poder patriarcal, misógino, sexista y excluyente intactas.

 La subrepresentación también 

El proceso para lograr la paridad ha sido largo, se ha tenido que vencer numerosos retos para permear el espacio de la política partidaria y ocupar cargos públicos, mientras que los distintos gobiernos se han negado sistemáticamente a garantizar la participación de las mujeres en igualdad de condiciones. Por eso en Guatemala, persiste uno de los más bajos porcentajes de participación política de mujeres de la región latinoamericana. Contrario a lo sucedido en otros países del continente, donde la presencia de parlamentarias se ha triplicado en los últimos veinte años, Guatemala ha sostenido una escasa representación en el órgano legislativo lo cual lo ubica en el lugar 120 de 188 países que conforman el mapa de mujeres en política elaborado por la Unión Interparlamentaria y ONU Mujeres (2021)3. Para las mujeres indígenas los porcentajes son más bajos aún: De 1996 a 2004 la presencia de diputadas indígenas fue de 1.9 por ciento aumentando levemente en 2008 a 2.5 por ciento (4 diputadas) hasta 2012 y manteniéndose en similares promedios hasta la actualidad. Tampoco se ha contado con la presencia de mujeres garífunas, creole o xincas en el hemiciclo. Lo mismo en el Poder Ejecutivo, el cargo presidencial del país nunca ha sido ocupado por una mujer y de los 14 ministerios existentes el porcentaje de ministras se ha mantenido en los últimos dos períodos de gobierno en 14.2 por ciento. En ese ámbito el mapa ubica a Guatemala en el lugar 160 de 188 países por la cantidad de mujeres en cargos ministeriales que al 1 de enero de 2019 era de uno. 

En este contexto, sin la creación de condiciones que propicien la paridad y que penalicen las expresiones de violencia política, la política seguirá siendo “cosa de hombres”, aunque haya algunas que sortean los obstáculos. 

 

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1.     F. Freidenberg y G. Del Valle Pérez, (eds.), Cuando hacer política te cuesta la vida. Estrategias contra la violencia política hacia las mujeres en América Latina, UNAM, México, 2017, pág 19. 

2.     Jules Falquet, Pax Neoliberalia, ed. Madre selva, Buenos Aires, 2017, pág.25

3.     Unión Interparlamentaria –IPU- & ONU Mujeres, Mujeres en la política: 2019. Disponible AQUÍ.

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