Melissa Cardoza /  poeta feminnista

 

Cundo una persona está gravemente enferma pareciera que una parte suya vive lejana, exiliada de sí, en otro sitio desconocido y hostil. Pero el dolor, las vicisitudes de lo que está afectando esa existencia tiene una expresión física que no es posible evadir y los gestos de esa corporalidad toman una relevancia nunca antes vivida.  

Francesca Gargallo.
Foto: Cortesía

Francesca Gargallo Celentani era una ráfaga de luz que desordenaba todo a su paso, intrépida, caminante, conversadora y amorosa. “Lo que más extraño es saltar de la cama”, me dijo un día de esos largos, habitados por los ruidos domésticos en su casona de la Santa María, donde con otras personas intentaba un proyecto comunitario, como muchas veces lo hizo. Estábamos recostadas en su enorme cama deleitándonos con la ventana vitral que abrazaba un sol mexicano brillantísimo. Su casa antigua, que con manos propias y ajenas re hizo, llena de objetos, elementos puestos para la belleza, para ser vistos, para disfrutarlos con mucha gente, porque era su manera de vivir. 

Ahora, cuando me despierto, soy consciente de lo sencillo que es para mí saltar de la cama, y pienso en Fran sin poder evitar la punzada de tristeza que acompaña su recuerdo. La vida es este salto diario, tal vez, ese erguirse sola ante lo que trae el día en su reloj. Durante muchos meses Francesca no pudo hacerlo, de una cama al sofá iba acompañada por sus amoras, se acomodaba para devorar libros, escuchar gente que la visitaba o mandaba sus palabras desde todos lados del mundo, atrincherada en su casona peleando por su vida, malhumorada, arrepentida por ello; feliz de ser atendida, a veces hospitalizada, hambrienta, pensativa, acompañada hasta el hartazgo, muy amada, extendiendo todo lo que podía su aire, su vida, su tiempo con nosotras, prestada ella como todas las que estamos en el mundo, diría Pascualita Vásquez 

En 1996, estábamos en Guatemala. Ella siempre con poca ropa y fumando de prestado con otras fumadoras. “Entoncesme dijo-, tú qué quieres hacer, Melissa”. No tenía yo aún treinta años, sabía bien lo que quería, no como ahora que todo me provoca vacilaciones, cálculos financieros o existenciales. Quiero vivir en México, quiero escribir. “Pos, vente a mi casa. Helena y yo tenemos una habitación donde puedes hacer eso 

No estoy acostumbrada a que las cosas sean fáciles, viviendo en Honduras crecí segura de que casi todo hay que batallarlo y me sonó rara la italiana de quien recién sabía su nombre, haciendo una invitación tan generosa. Pasaron meses después de ese encuentro, pero llegado el momento le escribí, sin redes sociales entonces, para preguntarle si la oferta continuaba en pie. Así llegué a su departamento donde Helena crecía llena de libros, canicas y pinturas, amistades pequeñas, tías, tíos, mucha gente que entraba y salía, “como de un barco” decía Urania Ungo. 

Ahí tuve una habitación con una mesa, una máquina de escribir y papel en abundancia. Ese primer regalo de Francesca me conmovió hasta ahora, y recibí feliz su generosidad. Nos organizamos una convivencia intensa, divertida, tersa como ninguna otra en mi vida. Conocí muy bien a Fran, podría escribir mucho sobre ella y su vínculo con lo que hacía porque su vida y su hacer iban de la mano, de hecho, cuando tenía que “trabajar” en algo distinto a su deseo y elección, enfermaba.   

Tenía pasión por su hija y por las letras, por leer, escribir y entender el mundo en todas las posibilidades. A veces tomaba clases de lógica o de matemáticas por placer; se iba por semanas a la sierra para aprender cómo crecer maíz sin transgénicos ni agroquímicos donde después vivirían los personajes de una novela. 

Odiaba la música, le provocaba demasiado ruido que ya tenía con la agitación cotidiana; le daba placer auténtico caminar, moverse con sus piernas sobre la tierra. Profesaba la esperanza, de hecho, se dedicaba a encontrarla entre gente y sitios; la cultivaba con la ansiedad de quien la necesita mucho, y la necesitaba. Reía con facilidad y podía tararear canciones inventadas por ella misma para divertirnos en los caminos. Escribía todo el tiempo, artículos, ensayos, textos académicos, presentaciones de libros, novelas, poesía; cuando no podía crear literatura desfallecía. Dialogaba sus ideas, disentía con otras, pero no machacaba a las demás con su razón. 

En su casa siempre abundó la comida, los libros y las conversaciones compartidas. Tenía un teléfono de mesa que parecía saber cuándo cruzaba la puerta de entrada, y entonces no paraba de sonar, así que lo desconectábamos. 

A Fran le gustaba la gente, le interesaban las personas y yo diría que no sólo por Helena, pero le gustaban especialmente las niñas y los niños; les consideraba mucho, siempre eran bienvenidas a la casa. Ella andaba por todos lados con Helena, recuerdo una vez que nos regañaron en una sala de concierto porque la niña hacía ruidos y entonces se paró y los mandó a la mierda por su falta de cuido y respeto hacia la criatura.  Pero cuando se engentaba se largaba con su hija a cualquier sitio donde estar a solas, juntas, claro, echadas bajo el sol como garrobas.  

Era una mujer solar, un girasol que, sin embargo, amaba el frío y las calles húmedas del invierno. Entonces se ponía unas medias gruesas, coloridas, botas y minifalda, tomaba café y caminaba nuestro mundo saludando a gritos al vecindario del barrio que bendecía su gracia.  La gracia Francesca. Inolvidable.