Rosario Orellana Palomo / La Cuerda
Si de algo podemos tener certeza es que las luchas sostenidas para preservar la memoria, encontrar y honrar la verdadera historia y alcanzar justicia para las víctimas, sobrevivientes y familiares de víctimas del conflicto armado son, sin temor a equivocarme, el más sincero manifiesto de dignidad. No me queda duda tampoco que las mujeres han sido, en su mayoría, el centro de esas resistencias… Nunca está de más citar como ejemplos de ello a las abuelas de Sepur Zarco y a las mujeres achí.
Porque se han sentado por horas, agobiadas, a escuchar cómo los responsables de cientos de asesinatos, desapariciones forzadas, violaciones sexuales y delitos contra los deberes de la humanidad justifican las barbaries que cometieron durante la guerra en nombre de la patria y de dios. Estos buscan el indulto «por su avanzada edad», a costa del dolor de miles de familias que no han tenido oportunidad de despedir a sus seres amados y no han podido cerrar un ciclo.
Porque se han enfrentado contra monstruos de gran capital capaces de coordinar embates que quebrantan hasta la más feroz voluntad. Monstruos que han logrado en poco tiempo que aquellos avances que se habían celebrado en casos de justicia transicional, hoy estén en la cuerda floja.
El ejemplo más reciente es el de los tres exmilitares condenados a 58 años de prisión por los delitos cometidos en contra de Emma Molina Theissen y la desaparición de su hermano Marco Antonio, a quienes les fue otorgada la posibilidad de guardar prisión en sus casas. A pesar de contar con una sentencia condenatoria contra el Estado de Guatemala, los aparatos de justicia, coludidos con fuerzas paralelas, se empeñan en romper las redes conformadas a raíz de esta búsqueda permanente de justicia. Pero no es el único caso.
En febrero pasado sucedió lo mismo con dos sindicados de genocidio en el proceso que se lleva a cabo por el caso del Diario Militar. Fueron beneficiados con medidas sustitutivas dejando en zozobra, a la deriva y en orfandad a quienes han dado la cara para denunciar lo ocurrido en tiempos de la guerra contrainsurgente, corriendo el riesgo de alguna venganza.
Los casos que hoy se ventilan en Tribunales como el de la masacre en Rancho Bejuco o el del líder estudiantil y sindicalista Fernando García requieren nuestra atención porque cualquier resolución que favorezca a los acusados podría significar un revés irremediable en el camino que intentamos construir por un territorio más justo para todas.
Por ello, todos los esfuerzos que buscan garantizar la no repetición deben cobrar preponderancia en nuestros espacios. Es necesario que fortalezcamos nuestras propuestas, entretejiendo acciones que nos permitan transformar nuestros entornos, reconociendo las voces que, a tres décadas de la firma de los Acuerdos de Paz, aún persiguen el esclarecimiento de la memoria colectiva.
Y es que ¿cómo podemos hablar de paz si no tenemos a los nuestros aquí? ¿cómo permitirnos olvidar?
A propósito del Día Nacional contra la Desaparición Forzada que se conmemora cada 21 de junio, es pertinente denunciar públicamente la crisis que atraviesan los casos relacionados con el conflicto armado en el país, sobre todo por los riesgos implícitos en los fallos tibios que dejan en impunidad a quienes cometieron graves violaciones a los derechos humanos.
Sin embargo, también es un buen momento para vitorear a quienes han roto el silencio. A quienes con su voz y su fuerza se han convertido en una bocanada de aire fresco en medio de un oleaje violento; a quienes se han negado a repetir la historia desde la mirada del privilegio y han transitado dolorosos senderos hasta ser escuchadas.
Para avanzar en la ruta de la dignidad, necesitamos hacernos más fuertes juntas; acompañarnos y abrazarnos para resistir. En este contexto adverso no nos podemos permitir siquiera un mínimo desmayo, aunque las piernas nos tiemblen. Negar la historia no cambia la realidad.
Dar pasos atrás no es una opción, ni siquiera para impulsarnos. No podemos tolerar que nos sigan queriendo convencer de que Guatemala es un país provida cuando seguimos sin saber qué pasó con las vidas de alrededor de cuarenta y cinco mil personas desaparecidas por el ejército durante el conflicto. Cuando la vida de las víctimas de crímenes de guerra no son valoradas en los juicios al concederles arresto domiciliario a los genocidas.
Este es un llamado para asumirnos como parte de esta extenuante lucha, de celebrar la construcción colectiva de nuevos sueños que reivindiquen la rebeldía, la memoria, la verdad y la justicia.
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