Rosario Orellana / La Cuerda

Desde que anuncié mi embarazo el año pasado, comenzaron a llegar cientos de consejos ─la mayoría sin haber sido solicitados─ con los que familiares y alguna que otra amistad me dictaban listados completos de mandatos sobre cómo debía llevar mi maternidad… ninguno de ellos parecía concederme el permiso de sentirme mujer, de recuperarme del parto sin prisas o incluso de desempeñarme como profesional… ahora era «nada más» una mamá. 

Todo lo que me decían respondía a esas crianzas conservadoras y hegemónicas que reproducen la idea de que el amor y la maternidad son sinónimos de sacrificio, dolor y frustración en soledad y silencio, ideas a las que siempre les huí y por las que durante muchos años dije abiertamente que no quería ser mamá. 

Esto ya lo veía venir. Cuando finalmente decidí que sí deseaba un bebé ─porque fue una decisión que tomé conscientemente tras mucho tiempo de documentarme, sanar y conocer modelos de crianza respetuosa para no repetir patrones nocivos─, entendí que no sería un camino fácil. Recibí críticas durísimas por no hacer una fiesta de revelación de género, porque según la gente era necesario comprar ropa según su sexo; me interpelaron de forma violenta cuando nació Eva y no le pusimos aretes mientras muchos decían que ella «debía verse más linda»; he recibido muchos reclamos y malas caras porque no la vestimos todo el tiempo de rosado ni le colocamos ganchos o diademas en los cuatro pelitos que recién a sus cinco meses le están saliendo. 

No digamos el día que me vi obligada a informar a mi entorno que no dejaría de trabajar porque aún tengo metas y sueños por cumplir. Decirlo fue como una declaratoria de guerra que abrió la puerta a cientos de dardos con tiránicos correctivos. Me cargaron de una profunda culpa por desear hacer cosas que no forman parte de la relación bebé-mamá, por no verme impoluta en las fotos, por no aparecer sin ojeras o andar bien vestida y peinada. 

Según el sistema capitalista y patriarcal, todo lo que he decidido hasta el momento me hace mala mamá, y aunque sigo creyendo que no tengo un ápice de conocimientos y estoy en medio de una maternidad que suena a río revuelto, mi hija está aprendiendo que su cuerpo nadie lo debe tocar sin su consentimiento, a que es parte de una red de cuidado que la ama y que su bien-estar no es una tarea exclusiva de la mamá; aprende diariamente que siendo niña puede soñar con inimaginables y comerse el mundo como muchas otras lo han hecho, que puede ser quien ella quiera sin condiciones ni trucos; que podrá decidir sobre su cuerpo y su vida; que podrá ser plena y feliz. 

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Sigo siendo una mala mamá porque dos mañanas a la semana salgo de casa y cambio la pañalera por la mochila de la computadora, porque hay días en los que mi compañero se encarga de la leche por las madrugadas mientras yo duermo y porque me siento a participar en una reunión sin sus manitas rondando las chiches pidiendo comer. 

Soy mala mamá porque a veces deseo sentarme en la taza del baño y no hacer más que ver el teléfono; por disfrutar mis clases de yoga y dedicarme unos minutos diarios a solas para leer; por juntarme con alguna amistad por un café; por hacer equipo con mi compañero…

También lo soy porque he reconocido que no lo puedo hacer todo y mucho menos todo al mismo tiempo, que vaya si ha sido una cachetada de realidad… por dejar algunos trastos para después o juntar la ropa de semana y media, por no barrer a diario; por desmitificar aquellas ideas que romantizan la maternidad y hablar con claridad sobre cómo me siento; por no juzgar a otras madres porque interioricé que cada experiencia es distinta y válida. Porque entendí que no es tarea sencilla y que, si no es deseada, la maternidad no debe ser. 

Soy mala mamá y me siento orgullosa. Decirlo me quita un peso enorme de encima. Recupero y aprendo las experiencias de mis ancestras, me sensibilizo para digerir y aceptar una maternidad feminista en medio de inseguridades, me siento tranquila porque Eva desde ya puede ver el mundo con ojos curiosos y críticos. Porque esta forma de maternar me ha permitido abrazar a mi mamá con más amor y agradecimiento que nunca, mientras que a Eva y a mí nos ha permitido ser sensibles, estar unidas más allá de lo físico y sentirnos afortunadas.