Anamaría Cofiño K. / La Cuerda

Hace rato que vengo insistiendo en que como sociedad necesitamos una terapia colectiva profunda que sane las heridas y el daño que llevamos en el corazón común. Nuestra historia ha determinado el carácter desconfiado, irresponsable, chistoso del chapín, personaje representativo de la identidad ladina, sumatoria de características asociadas al daño que impiden el avance de procesos constructivos. Ese comportamiento inducido por la cultura dominante es una enfermedad adquirida, una personalidad inculcada a través de pedagogías de violencia, racismo e injusticia estructural que repercuten en las abismales desigualdades. Las masivas violaciones a niñas, los golpes diarios, torturas y asesinatos de mujeres, la falta de condiciones para desarrollarse, sumadas al deterioro y destrucción del entorno natural, constituyen el medio adverso que marca a miles de seres frustrados que lo que quieren es largarse de este infierno para recuperar la esperanza.

Las manifestaciones de miles de personas que se unieron al Paro Nacional Indefinido, convocado por las organizaciones de autoridades ancestrales y alcaldías indígenas, son un rasgo notorio del cambio por el que estamos transitando y que en estos últimos meses ha encarnado en expresiones culturales novedosas, creativas, críticas. La política como el arte de la convivencia pasó de ser la queja constante, el acento amargo y el descrédito, a convertirse en un ejercicio cotidiano de intercambio de opiniones, de participación colectiva y organización. Gente que nunca había salido a la calle a exigir sus derechos lo hizo, sin remilgos. Doñitos y doñitas religiosas, mujeres de los mercados, comerciantes, estudiantes de colegios privados probaron el gusto de gritar a voz en cuello sus reclamos. Como un fenómeno extraordinario, estuvimos en las calles bailando, disfrutando, conversando, compartiendo. De nuevo se volvió a escuchar compañera/o como manera de abordar a alguien. Los juegos populares espontáneos, los discursos en el escenario del Ministerio Público, los mensajes de los carteles, las canciones y consignas, así como reportajes y programas noticiosos, son fiel reflejo de una sociedad que se dio permiso de salir de la apatía y el desgano. La fuerza colectiva movilizó al país. Se hicieron urdimbres para elaborar tejidos complejos que llevarán su tiempo en consolidarse.

Otro plus de las manifestaciones ha sido el vernos como parte de un mismo sentir, como votantes, como ciudadanía que coincide en la necesidad de eliminar la corrupción y en hacer valer su voluntad. Eso nos ha permitido juntar fuerzas y asumir que somos capaces de echar a andar otras formas de vivir. Pero juntas y juntos, esa es la clave.

 Y en este punto, el avance mayor: la decidida presencia de las autoridades ancestrales de los pueblos originarios que asumieron su liderazgo ejemplarmente, promoviendo la unidad en torno a la causa democrática. En un país aferrado al colonialismo, con prácticas racistas crueles, es un paso inmenso que los pueblos sean quienes hoy encabezan ese torrente humano que ha desatado sus potencias. Para mestizas y ladinas es ocasión para aprender del prójimo y superar conflictos. Para toda la gente, una oportunidad excepcional para constituirnos en sujetas políticas con propuestas y acciones congruentes.

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La incertidumbre que predomina, provocada por funcionarios corruptos que no dan la cara y bien, al contrario, aprovechan la corrupción para seguir explotando al Estado y al pueblo, al tiempo que fortalecen la impunidad, liberando a criminales de guerra y delincuentes jurados, es un agravante para el malestar generalizado. No saber qué va a pasar con el gobierno, ver que las carreteras se hunden y que las supuestas autoridades están en total descomposición, genera dudas, temores, angustia. Muchas personas lo están diciendo preocupadas y conscientes de que esta situación es muy peligrosa, por la fragilidad en la que estamos, que nos hace vulnerables a los riesgos.

Dado que en el actual gobierno no hay quién asuma responsabilidad ni mucho menos tome iniciativas para resolver la crisis, nos toca a todas las personas contribuir a que ésta no se agrave y derive en violencia. Cada quién en su casa, familia, trabajo, escuela puede manifestarse compartiendo información, acompañando, nutriendo, haciendo planteamientos y discutiéndolos. De eso se trata la política: de establecer puentes para gestionar lo común de manera que podamos vivir en armonía.

El machismo, la violencia verbal, el clasismo y la homofobia, así como todos los prejuicios que se han implantado y reproducido con la cultura patriarcal son mecanismos destructivos que de nada sirven para caminar hacia ese mundo posible que hemos soñado. Es obvio que una tarea personal y colectiva por cumplir es la de descartar la basura ideológica y las costumbres discriminatorias desde la raíz, sin contemplaciones. Es tiempo de volvernos personas solidarias, colaboradoras, amables, sobre todo, cuidadosas. Quizá con esas cualidades logremos andar con mejores pies.

Ojalá llegue el tiempo en el que podamos superar los malestares de corazón y mente que nos agobian. Para ello es necesaria la concurrencia de todos los sectores, porque la salud sólo se alcanza cuando hay condiciones que facilitan la reconciliación de la sociedad como un conjunto interdependiente donde prevalece el equilibrio. De lo que se trata es de que estar y vivir bien no sigan siendo privilegios de pocos, sino la normalidad.