verónica sajbin velásquez / La Cuerda

En estos días que van de diciembre he estado recorriendo algunas comunidades en departamentos del occidente, norte y oriente del país, recogiendo historias de vida y lucha de una diversidad de personas, sobre todo de mujeres. Historias que, de no ser contadas por sus mismos protagonistas, dudaría que fueran posibles. Suceden tantas injusticias sin despertar siquiera indignación. Al terminar de oírlas se me hace urgente un poco de silencio para repensarlas y tratar de comprenderlas y por ello me he dado cuenta que cada vez es más difícil encontrar ese silencio. Desde las iglesias hasta una pequeña tienda de menos de un metro tienen ya incorporadas bocinas que emiten una bulla espantosa y que le llaman “sermón” por un lado y por el otro, “música”. 

Para un ejemplo, en el centro de un pueblo pequeño donde me hospedé, a las tres de la mañana se oye sin cesar la bocina del bus extraurbano o de parrilla que anuncia su salida hacia la capital; inmediatamente se oye los tuc tuc que probablemente llevan a los pasajeros de ese bus y que cargan unas bocinas con música a todo volumen y que en ese viaje de no más de diez minutos han perdido ya algunas de sus habilidades auditivas.

Suenan unas campanadas y luego, de la iglesia de donde se originaron, se escucha la misa amplificada de las seis de la mañana. A la par de ello diversas bocinas con música están sonando ya desde las casas. En el comedor donde desayuno tienen la música instalada. En las calles los comercios han abierto y han puesto en marcha sus amplificadores compitiendo entre sí por el sonido más potente.

También podría interesarte: Caminos hacia la emancipación 

Al fin encuentro un lugar con un poco de silencio, pero luego luego me veo acompañada de un par de personas que después de un minuto se han puesto a ver algo en sus móviles con el audio a todo volumen. El silencio vuelve a desaparecer. Avanzo un poco más y encuentro uno de esos lugares que llaman “mirador” y ahí me veo rodeada de un paisaje hermoso, trato de acercarme a la orilla y me dicen que debo pagar para estar ahí y que eso incluye una “mi foto” en un corazón instalado con adornos muy pintorescos porque sobre todo es importante demostrar que somos seres amorosos. También incluye dar vueltas sobre una plataforma donde suena música nacional y hay un celular que graba esa osadía. Una vez más salgo de ese ruido, sin poder encontrar silencio.

Al terminar el día, abren las otras iglesias y de estas sale el canto de las personas, un canto bastante singular, entre tristeza y victimización, seguido del respectivo sermón a gritos. De nuevo se escucha el estruendo de bombas lanzadas desde el atrio de una de las casas del Señor.

Estoy ya en mi habitación y me preparo para descansar, entonces, supongo, llegan otros huéspedes que han puesto su peli con el audio a todo volumen. Seguro con tanto, tanto ruido ya estamos todos y todas sordas, y logro comprender que con tanta bulla es imposible escuchar aquellas historias y por ello ya no las oímos y me pregunto si ese ruido es precisamente para eso, para no escucharnos.

De la contemplación les hablaré otro día, en otra columna, esa es otra actividad que también estamos perdiendo y que el cemento que nos invade y nos gusta mucho, nos veda ese derecho.

Miscelánea: Quiero saludar a la Paula de La Cuerda, que hace unos añitos en estas fechas nació. Ella es de las personas que llegaron a mi vida y la transformaron, que en mis veintes me puso dos alitas feministas que hicieron que yo volara hacia la libertad. Gracias Paula por esa capacidad de amar tanto.