Anamaría Cofiño Kepfer / La Cuerda

Estar en un lugar no nos hace protagonistas de su historia, pero involucrarnos, participar con más personas, formar parte de alguna organización, movimiento o institución sí puede hacernos sentir que integramos un colectivo o varios que coinciden y, por tanto, actúan en consecuencia. Y cuando digo vivir la historia, pienso en una actitud y una toma de posición concretas, la de aportar -desde donde y como podemos- a una causa común como fue en nuestro caso, defender la democracia. Eso es lo que varias personas sentimos, que estamos EN la historia, no como actrices principales, sino como elementos constitutivos de algo más grande que hace girar el devenir porque es la suma de muchas energías confluyentes.

Guatemala se caracteriza por una historia compleja, accidentada, de retrocesos y pequeños avances. El siglo XX fue así, tuvo sus momentos clave con los derrocamientos de las dictaduras de Estrada Cabrera y Ubico, pero quizá el más importante y que dejó marcas profundas, fue la Revolución de 1944-54, una década truncada violentamente que no pudo asumirse como lo que fue, un parteaguas en nuestra historia. No pudo identificarse como tal, de manera colectiva, porque las interpretaciones y análisis sobre dicho periodo fueron silenciadas con la censura, y porque se impuso una versión anticomunista de los hechos, misma que se oficializó a través de los medios, de la educación, de una cultura que negó los logros alcanzados y que satanizó a quienes la valoraron como un hecho positivo.

La inesperada sorpresa que tuvimos el 25 de junio en las elecciones, al resultar Semilla en un segundo lugar, fue una sacudida que sacó a luz muchos sentimientos, que reunió a sectores diversos en torno a un proceso que buscaba rescatar la democracia del pantano en que la corrupción la tenía sumergida. Darnos cuenta que en el vecindario había gente que votó igual, que familiares escépticos manifestaban, que éramos muchas las personas dispuestas a luchar por lo mismo, fue como un potente rayo de luz que vino a agitar la comodidad y la inercia que se había adoptado como forma pasiva de vivir. La tan desacreditada política -entendida por nosotras como el arte de la convivencia- resurgió de las cenizas para volver a incorporarse a la cotidianeidad no sólo como tema de conversación o debate, sino como actividad individual, familiar, comunitaria. 

El Paro Nacional Indefinido convocado por las autoridades ancestrales de los pueblos originarios al que nos sumamos miles en todo el territorio, fue un escenario ideal para que gente de distintas proveniencias se viera a la cara, hablara y se reuniera en las calles. Fue un momento luminoso, parecido al enamoramiento, donde nos reconocimos de nuevo como ciudadanía, como potenciales agentes de transformación o como colaboradoras en las acciones emprendidas. Qué alegría encontrarnos en las calles y carreteras arriesgando el físico, venciendo los viejos temores, acompañándonos y conociendo nuevas personas. Fue esa conjunción la que generó una creatividad genial que se concretó en escritos y discursos, grabados, murales, pinturas, memes, canciones, espectáculos y sobre todo bailes en un país que había dejado de danzar.  Y por supuesto, la presión pacífica de los pueblos en todo el territorio fue determinante para evitar que el golpe de los corruptos se llevara a cabo. Más aún, fue una coyuntura excepcional para que tuviéramos un encuentro entre pueblos que no se había dado hasta hoy con tanta intensidad y fuerza.

Vivir la historia, entonces, es ser parte de procesos colectivos que se impulsan conscientemente para conseguir objetivos comunes. Ahora bien, es importante saber cómo la vivimos, desde dónde y para qué. En este sentido, existen todavía personas apegadas al viejo conservadurismo que a toda costa quieren seguir deteniendo los avances o impidiéndolos, usando todo tipo de estrategias inescrupulosas, con el apoyo de poderes económicos tradicionales y clandestinos que patrocinan la impunidad.

Impedir que los pueblos sean protagonistas de la historia, obstaculizar el camino de la democracia y la justicia, dominar utilizando la fuerza son mecanismos que marcan la vida y las historias de manera destructiva. La cultura de corrupción que estos zánganos impusieron no contribuye al bienestar de la población, por ello es necesario identificarla, saber cómo funciona y desmontarla desde la raíz. Seguir aceptando como normal que la transa sea la manera de conseguir trabajos, dinero o poder sería un error demasiado costoso. Voltear la vista para evitar observar los actos delictivos es hacernos comparsas de la corrupción. Dejar de cuestionar lo que se nos dice como verdades, hacer chitón de los crímenes, es ponerse del lado sucio de la historia.

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Es indudable que estamos en una encrucijada histórica en la que tenemos por delante la oportunidad de construir una Iximulew donde la vida digna no sea una utopía. Andar por ese camino requiere del esfuerzo de las mayorías, basado en el respeto y la reciprocidad. Es mucho lo que nos falta y sabemos que los obstáculos no están vencidos. El reto está en nuestras manos: para que la justicia y la democracia se fortalezcan es vital colocarnos del lado correcto de la historia y echar a andar los círculos virtuosos que nos nutran para este gran recorrido por hacer.

Vivamos la historia a plenitud, conscientes de nuestro papel. El compromiso es con la dignidad.