Melissa Cardoza

En los años ochenta, Honduras entraba oficialmente a la democracia, paradójicamente en el tiempo de la desaparición forzosa, del asesinato político y el uso formal del territorio como plataforma guerrerista contra las luchas centroamericanas. Se establece Palmerola, la base gringa en el corazón de la matria. Entonces, cuando la militancia era obligación, yo, cipotona, mientras sobrevivía a la orfandad, leía de todo: teoría revolucionaria, harta literatura y autoras que hallaron voz y camino para divulgar sus textos, blancas y académicas, casi todas.

Mi padre, profeso de la revolución centroamericana, usó tiempo y recursos para apoyarla, así que me involucré, sin convicción, pero con ánimo por el advenimiento del tiempo del hombre nuevo. Y ahí radicó ese malestar que todavía me habita, razón por la que no milité en organizaciones de izquierda, y colaboré con dudas. Era un tiempo de hombres. Aunque ellas también se jugaban la vida les iba peor, y ni se les nombraba. Esta histórica violencia de la izquierda hacia las mujeres tardó en generar indignación, pero llegó de la mano del feminismo, pese a que algunas temían nombrarse, pues entonces nos llamaban contrarrevolucionarias, colaboradoras del imperio, etc; de hecho, en donde aún quedan los liderazgos de esa izquierda se mantiene un brutal y violento machismo.

Cuando empezaron las reuniones exclusivamente de mujeres, los cursos para estudiar la perspectiva de género o la cuestión de la mujer como se decía, había miedo y desconfianza. Recuerdo muy bien a fines de los ochenta, un espacio interesante organizado por Naciones Unidas que ya tenía puesta la intención de colocar su agenda global con el desarrollismo y clasismo que le caracteriza, en el que nos citamos feministas afirmadas de ese tiempo, y las que íbamos arribando; y donde fuimos dándole vida a una idea tan obvia como revolucionaria, el hombre no representaba lo humano.

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Así en formato de academia, de organizaciones centradas en la lucha legal, en colectividades que llegaban de la izquierda rígida y vertical, con mujeres que tenían miedo de ser señaladas como lesbianas, fue emergiendo, al menos en mi memoria, el feminismo de los noventa que tuvo la tarea de analizar el sistema de dominación patriarcal y que fue urdiendo el tejido de una cultura en la que la perspectiva de género transformaba la comprensión de todo. Y no sólo, el feminismo se proponía una ética radical, a partir de lo personal, para el relacionamiento con el mundo y sus habitantes. Hoy, nadie puede poner en duda el aporte feminista en la conformación, fuerza y creatividad de los movimientos sociales de las últimas tres décadas, que cuestiona la opresión de las mujeres y las coloca como sujetas históricas, permeando toda la cultura política.

Una mañana azul en Tegucigalpa, me encontré con Zoila Madrid, compañera que articulaba lúcidamente el pensamiento autónomo con quienes así nos nombraríamos después, junto con otras de Centroamérica y México. Me invitó a una reunión para organizar un encuentro nacional, y conocí a LAS FEMINISTAS: mujeres aguerridas, actuantes, cuya ruptura dolorosa con sus proyectos revolucionarios influía en los nuevos espacios con viejas divisiones expresadas en desconfianza y agrias discusiones. Viví una fuerte cultura del debate donde no era fácil tener la palabra, pero me sentía escuchada siempre que podía plantear lo que pensaba. Ahí conocí la potencia del pensamiento de Mirta Kennedy y su infatigable energía. De hecho, esas mujeres me deslumbraron.

Los conflictos eran muchos: protagonismo, vocerías, representación, luego vendrían las disputas del financiamiento y las agendas de cooperación. El clásico “adultocentrismo” que llegó para quedarse no era gran cosa entonces. Para cuando en El Salvador (1996) se organiza el Encuentro Feminista Latino- americano y del Caribe, muchas hondureñas fuimos convencidas de esta identidad, otras tardaron. Me asumí autónoma con gusto y convicción junto a otras como Las Brujas de Brasil que denunciaron la cooptación del movimiento por parte de Estados neoliberales, agencias de cooperación y particularmente la USAID. Años más tarde la Conferencia de Beijing ilustró esta denuncia cuando financiaron, en todo el mundo, instituciones de feministas y mujeres para realizar programas que apuntalaran un Estado cada vez más fallido y un proceso de paz que abrió la puerta al neoliberalismo extractivista. Hemos vivido para contarlo. Con esa financiación también se desarrollaron investigaciones, análisis, formación política y acciones que son bagaje político del feminismo, pero ha salido ganando el Estado patriarcal, el desarrollo neoliberal, las políticas públicas reformistas, el despojo de las mujeres y sus pueblos.

Desde entonces las organizaciones feministas se institucionalizan cada vez más, se fortaleció la separación de las mujeres a partir de profesiones, clase, saberes técnicos. Unas incluso llamaban a las otras beneficiarias. Las instituciones por supuesto desarrollaron su propia crítica y agenda, pero sobreviven contradicciones importantes que rodean el poder: yo diría la desigualdad de los beneficios financieros, los liderazgos personalistas, las confrontaciones generacionales, la ausencia de mujeres de pueblos originarios en las conducciones políticas, la insistente heteronormatividad del movimiento, la hegemonía de la ciudad, etc. El feminismo autónomo fue desapareciendo en el horizonte nacional.

El feminismo todo se plantó a la altura de las circunstancias con el golpe de Estado, en Honduras hicieron aguas propuestas que ocupaban a las organizaciones porque el Estado con el que interlocutaban, los funcionarios que formaron, la policía a quien sensibilizaron, quedó fuera de la jugada o se acomodaron al golpismo a sus anchas.

El patriarcado se mostró como es: no le importan las mujeres, los pueblos, la naturaleza. Ese tiempo generó enormes logros, los diálogos fueron una necesidad vital, se articularon vínculos políticos poderosos. Las feministas y otras mujeres indígenas, negras, maestras, obreras y campesinas se encontraron fuera de los hoteles y la agenda movimientista se transformó. Ahí de nuevo emergió la comprensión de que las revoluciones feministas centradas en la política sexual que estructura el patriarcado necesitan asumir la lucha contra todos los sistemas opresivos amalgamados que explican por qué la política de la muerte controla nuestras frágiles vidas.

El debate feminista actual es prácticamente inexistente, la presencia de una mujer en el ejecutivo bajo el anhelo de una verdadera transformación desfallece y las críticas son mal vistas, pero confío en que algunos feminismos no renunciarán a la fuerza radical de su pensamiento.