Rosario Orellana / laCuerda 

Con frecuencia, cuando camino por la calle con mi bebé me «halagan» la facilidad y comodidad con la que nos transportamos ambas usando su carruaje: uno de tamaño mediano, ligeramente alto, poco peso y con un espacio debajo de la silla para acomodar la pañalera u otros artículos; nada exagerado en dimensiones o capacidad. Nadie se imagina la travesía que implica tener que movernos a pie más de una cuadra. 

Soy de la capital y hace poco estuve en Sololá, Quetzaltenango y Antigua. Desde los peligros de la inexistencia de espacios para el tránsito peatonal en las carreteras, vamos a adentrarnos a los cascos urbanos en donde usar las banquetas es casi imposible y estoy segura de que podemos hacer un extenso listado de lugares sin condiciones; a cada paso hay al menos un obstáculo y la mayoría de ellos impiden el paso, obligándome a bajar al asfalto con la bebé y el carrito, para subir dos metros adelante y mantener esa dinámica de sube y baja hasta llegar a mi destino. Si buscaba reducir el dolor de espalda al no cargar a mi bebé, definitivamente usar el carruaje no es una solución tan viable. Cada vez que bajo, a los nervios de toparme con algún imprudente, se suman los bocinazos y los insultos. 

Posiblemente mi problema se solucione en cierta medida, desde el privilegio, cuando mi hija camine sola y podamos ir de la mano sin rifarnos la vida entre la espesura motorizada, pero no puedo dejar de pensar cómo le hacen quienes utilizan silla de ruedas, o quienes tienen discapacidad visual porque difícilmente lo cuestionamos si no es una situación que nos atraviese en carne propia. 

Las gradas de diferentes tamaños entre portón y portón, los postes de luz a medio camino, los carros mal parqueados y los tragantes sin tapaderas, entre otros, no permiten que todas las personas puedan movilizarse libremente. Claro, hay otros factores violentos que no facilitan un tránsito libre ni digno, pero ese será tema para próximas columnas. Regresando a las aceras, si bien en la capital dicen que está regulado por la Municipalidad, yo en el día a día sigo esquivando trabas mientras continúo mi camino, y como yo, mucha gente más. 

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Las calles son de todas y todos en la teoría y como un motivador discurso, pero en la práctica no es una realidad; particularmente para personas usuarias de sillas de ruedas, esta manifestación de discriminación tiene consecuencias directas en su desarrollo personal, formativo y profesional, entre otros. 

En 2011 conocí a Mariana, una mujer que ha utilizado silla de ruedas por más de 30 años. Cuando regresé de Xela, la llamé y con profundo agobio le conté mi experiencia y entre risas me afirmó que las personas se burlan y la tildan de exagerada cuando al moverse de su casa al trabajo o viceversa, a unas cinco cuadras de distancia en las que tarda al menos una hora, llega con excesivo agotamiento. Su cansancio es la sumatoria de lo trabajado, la ansiedad que le provoca ir por la calle entre los carros y motos que le bocinan con desasosiego, y la absoluta concentración en el camino para no caer en algún desagüe o quedarse atascada en las irregularidades del pavimento. «El diseño de nuestras calles es absolutamente excluyente, poco amigable», me dijo. 

Urge la creación de aceras en las que cualquier ser pueda transitar respetando la diversidad de condiciones, asegurando su movilidad plena; para lograrlo se requiere de una sincera atención del Estado, de funcionarias y funcionarios con genuino interés en el cuidado de la vida misma. 

Desde la casa y lo comunitario, necesitamos reflexionar sobre cómo organizarnos en nuestros territorios buscando la habilitación de espacios que permitan una movilidad segura y digna; recuperar espacios desde una mirada y práctica integral. Necesitamos dignificar la vida y eso pasa por ver la diversidad que nos caracteriza y garantizar que todas, todes y todos vivamos en equilibrio.