María Dolores Marroquín / La Cuerda

Ser parte de la norma, cumplir con el “deber ser” o aceptar sin cuestionamiento el papel que nos asigna “la sociedad” forman parte de un marco perverso de premio y reconocimiento, aunque aceptar el mandato traiga consigo la opresión o sumisión personal y colectiva.  

Es importante decir que el privilegio otorgado histórica y estructuralmente no se consigue sólo de manera personal, es algo que perpetúa la dominación y se diferencia de los derechos, en tanto que deberían ser bienes que toda la población tendría que disfrutar, pero en diversas situaciones la falta de vivencia de estos derechos se constituye en privilegios para los segmentos poblacionales que a partir de la historia se han constituido en seres de referencia de la normalidad.

Me refiero a diversas dimensiones de la vida, en el establecimiento de los roles genéricos, étnicos, de clase y sexuales, entre otros muchos. En cuanto a lo genérico sabemos que las mujeres somos clasificadas según el acceso sexual que el colectivo de hombres tiene a nuestros cuerpos; así somos divididas entre las buenas y las malas mujeres. Las buenas son aquéllas a las que ningún o solo un hombre tiene acceso sexual, son las monjas, las madre/esposas -que bien explica la feminista Marcela Lagarde– quienes están en cautiverio, cumpliendo con el rol de cuidado y socialización en los núcleos familiares. 

Estas mujeres son las encargadas de cumplir con el mandato de la reproducción del modelo, todo ello bajo el manto del amor, el romántico, el incondicional, el heterosexual, el que implica soportar todo, ser fieles, guardar la compostura en cualquier momento. Cumplir con este papel es puesto como sueño de toda mujer, es promovido y se premia con el “respeto” de los otros varones del colectivo masculino; es decir, evitar el abuso y la violencia sexual de otros hombres. Entonces, la promesa de vivir el privilegio de una buena mujer es evitar la violencia de otros varones, lo cual la experiencia indica que es falso, por las múltiples expresiones de ella en la cotidianidad de todas las mujeres.

Esto está estrechamente vinculado con los privilegios sexuales que otorga la experiencia de la heterosexualidad, que se aprueba como lo normal, con la autorización de disfrutar el afecto público y el romance sin discriminación o castigo. Esta vivencia se vive como privilegio, porque no se cuestiona, aunque en general implica el establecimiento de jerarquías y desigualdades entre lo masculino y lo femenino, aunque construye instituciones de opresión como la maternidad obligatoria, la monogamia femenina, la sumisión y las expresiones de formas de violencia cotidianas de control de la vida de quien es oprimida. 

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Otro ámbito igual de intenso y perverso es el de los privilegios ladinos. Efectivamente, hay privilegios en términos de que la moral instituida desde la colonia con la religión judeocristiana asigna de alguna manera una virtud moral, incluso a las relaciones afectivas profundamente desiguales con quienes se asumen como subordinados, proporcionando justificativas morales para la desigualdad. 

Desde la identidad ladina en general, se dan por sentados derechos en el marco de la república tales como la educación, el voto, el acceso a los servicios del Estado, que en el caso de Guatemala están muy lejos de ser algo generalizado para las poblaciones indígenas y rurales. 

  El contrapeso de estos privilegios es contar con un segmento poblacional, al que muchos llaman “pueblo ladino”, que carece de una historia crítica colectivamente construida, que todavía no sana las heridas de su origen violento y de rechazo, que tampoco cuenta con una cosmovisión que reconozca la forma en que los orígenes indígenas son parte de la interpretación del mundo y que potencie una propuesta emancipadora. 

Todo sistema oculta los mecanismos a través de los cuales se reproduce y perpetua. Reconocer los privilegios asignados es tener en cuenta los eslabones de opresión en los que hemos sido colocadas, como actoras de una historia larga para garantizar la acumulación de capital a costa de la servidumbre y explotación de los cuerpos y vidas racializadas y sexualizadas. 

Aunque los privilegios parezcan prerrogativas pueden constituirse en opresiones; y al ser construidos socialmente, también pueden ser eliminados de nuestras prácticas sociales.