Rosario Orellana / La Cuerda

Bastó un fin de semana para que mi compañero de vida constatara, y me creyera, cómo la sociedad tiene instalado hasta el tuétano que ser niña se reduce a usar aretes, ropa rosada o algún adorno en la cabeza… por qué no pensar de una vez en tacones y un escote para la adultez, aunque falte al menos un par de décadas para vivirla. Y no digo que sea malo utilizar alguno de estos artículos, pero sí que deberían colocarse por gusto y decisión propia, no por obligación. 

Por estas fechas hemos tenido el privilegio de estar en la planificación y organización del primer cumpleaños de nuestra hija y, de unos diez u once lugares que visitamos el fin de semana para comprar algunos insumos, no hubo uno sólo en donde alguien reconociera en mi hija a una niña. ¿Y cómo lo iban a hacer si yo la llevaba con sudadero azul, pantalón de lona y sin aretes?, repetí con sarcasmo ante quienes nos cuestionaban. 

Romper patrones se ha convertido en una tarea extra a la de maternar. Lo más preocupante es que para muchas personas parece no tratarse de cuidar la vida y procurar su plenitud, sino de atender que no falte un sólo elemento en ella que facilite información al entorno para que éste sepa en automático el destino de mi hija, porque sus tareas ya le fueron asignadas. 

Como respuesta al hartazgo que esto me ha provocado, al que ahora se suma mi pareja, aunque aún mi bebé no me responda con absoluta consciencia, me tomo el tiempo todos los días de hablarle sobre su capacidad de hablar, de decidir, poner límites y crear desde el amor, el respeto y en sinergia con otros seres. 

Muchas veces me he cuestionado e incluso reprochado por «complicarme» la vida y no seguir con algunas de esas enseñanzas mientras intento sobreponerme al extenuante trabajo que implica tener bebés, pero, al verla, no puedo evitar pensar en todo lo que sueño para ella y para todas las niñas: vidas libres de violencias. 

Vidas en las que no tengan que ser marcadas desde que nacen con aros en sus orejas; en las que vistan como se sientan cómodas, sin que esto se convierta en excusa de alguna agresión; vidas en las que sean escuchadas desde sus decisiones banales, hasta las más complejas que llegan de la mano con el crecimiento; vidas en las que su único miedo al salir por las calles sea caerse de su bicicleta y no que un agresor las toque o las persiga; vidas en las que no deban ser madres, que no se vean obligadas a migrar… que sus necesidades estén garantizadas. Vidas en las que sean ellas mismas, sin tener que cumplir con los modelos impuestos en este sistema patriarcal y capitalista; que puedan soñar y cumplir esos sueños. 

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Ver, por ejemplo, las acciones de Asociación Coincidir me provoca esperanza e ilusión. La forma en la que comprenden el contexto, en donde denuncian las violencias que enfrentan las niñas en Guatemala y la manera en la que exigen garantías a sus derechos, me permite mostrarle a mi hija otras formas de ser y hacer; decirle que luchar como niña se traduce a hacer las cosas con fuerza y determinación. 

Aunque reconozco que es un quehacer titánico, quiero concentrarme en cultivar en ella la curiosidad, las ganas de aprender y descubrir. Que su experiencia individual y colectiva se dirija hacia el bien común y la dignidad.

Transformar las vidas de las niñas debe ser una tarea colectiva. Articular redes y esfuerzos en beneficio de todas ellas, quienes frente a las opresiones, han identificado la potencia de su voz para exigir vidas libres, justas, en armonía y dignas.